¿Cuántas veces su interlocutor ha terminado una frase con esa sentencia y lo primero que se le ha venido a la mente ha sido un sonoro NO? Supongo que, como a mí, la educación le ha impedido elevar el tono replicando, y se ha conformado con un insincero, sí, te entiendo…, cuando en realidad no teníamos ni idea de lo que nos estaban diciendo, o no estábamos en absoluto de acuerdo. No entendemos nada, pero por no discutir, por no parecer ignorantes, o por no señalarnos ante el grupo, preferimos callar.
El problema es que, aun manejando el mismo idioma, muchas veces no nos encontramos, y palabras que para nosotros significan una cosa, para otros representan otra, y al contrario. ¿Nunca se ha visto envuelto en una discusión en la que las dos partes defienden opiniones equivalentes, pero se acaloran por usar vocabularios distintos? Al menos a mi me pasa frecuentemente, digo algo de la mejor manera posible, con la más pura intención, y el que me escucha, o tal vez solo me oye, replica vehementemente ofendido, diciendo exactamente lo mismo que yo, pero con otros términos. Es muy desconcertante.
Pensemos en el llamado «lenguaje inclusivo», entendiendo por tal “la manera de expresarse oralmente y por escrito, sin discriminar a un sexo, género social o identidad de género en particular, y sin perpetuar estereotipos de género” (Naciones Unidas. Lenguaje inclusivo en cuanto al género), autoimpuesto en todo el mundo en muchos ámbitos, pero difícilmente adaptable a las lenguas comunes. El esfuerzo por implantarlo conduce a no pocos debates, y a muchas situaciones grotescas, como aquella en que cierta parlamentaria, desde una tribuna, iniciaba su discurso con la siguiente frase: “nos parecía imprescindible convocar a los mejores y a las mejoras”.
En castellano disponemos del neutro, que casualmente es idéntico al masculino genérico. Dependiendo de la educación, o los prejuicios de quien hable, la palabra «todos» incluirá, sin distinción, a toda persona presente, sea cual sea su sexo, se identifique con el género que se identifique, o tenga las ideas políticas o religiosas que tenga, da igual. Si se está quemando el cine gritaremos: ¡Fuego, todos fuera! Y nadie podrá acusar al que da la alarma de pretender que se quemen las mujeres, ni dama alguna permanecerá tostándose en su asiento, sin darse por aludida.
Recientemente, el escritor, periodista y académico, D. Arturo Pérez Reverte, refiriéndose a la opinión de la RAE sobre las recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje en la administración parlamentaria, acordadas por la Mesa de las Cortes Generales de España, publicaba el siguiente texto en una conocida red social: “Tirón de orejas de la Real Academia Española a ciertos parlamentarios oportunistas y/o tontos y tontas del ciruelo o la ciruela. Aprobado en el pleno del pasado jueves. Por unanimidad”.
Sin embargo, al final el lenguaje es propiedad del pueblo y, por mucho que se esfuercen los académicos en mantener cierto acuerdo lingüístico, palabras que hoy suenan a barbaridad, como «débilas», «todes», «miembras», «autoridadas» o «portavozas», pueden terminar en el diccionario de la RAE, sin que eso importe, ni aporte nada a la solución del tema de fondo que el proponente de ese vocabulario pretendía remediar.
Discutir sobre si debe decirse todos y todas, trabajadores y trabajadoras, niños y niñas, con quienes entienden que lo correcto es usar el neutro genérico, conduce a un absurdo callejón sin salida. Ambas posturas son, en realidad, idénticas; los contendientes de uno y otro bando coincidirán en el deseo fervoroso de que todos (y todas) los asistentes (y las asistentas) a aquella sala en llamas, salven sus vidas. Simplemente se expresan en diferente idioma, bajo la apariencia de una misma gramática.
El procesador de texto subraya en rojo las palabras entrecomilladas del cuarto párrafo, indicándome que son ortográficamente incorrectas, y con una fina línea de puntos azules la expresión “trabajadores y trabajadoras”, advirtiéndome de que lo correcto es poner solo trabajadores, por ser lo escrito redundante, no discutiré con él, pero lo dejo tal cual.
En la vida cotidiana, por cualquier malentendido, podemos convertir una situación ordinaria en un complejo laberinto, sin tener ni idea de cómo hemos llegado hasta ahí, ni de qué manera saldremos, como cuando vamos a por pan, y si hay huevos, dos docenas, y venimos con veinticuatro barras.
¡Y qué decir de la política! Estamos acostumbrados a que cada palabra se manipule, se retuerza, se transforme, se vacíe de contenido, se contradiga y se banalice, para confundir al contrario, y mantener a los adeptos fieles, con cantos de sirena y vaporosas llamadas a un diálogo que, en realidad, solo significa: ¡tú te callas! Al final, lo del lenguaje inclusivo, lejos de aportar algo a la igualdad efectiva entre hombres y mujeres, parece una simple maniobra para distraernos y mantenernos sumisos y dóciles al poder.
Así se explica mucho mejor el éxito creciente de los populismos, los nacionalismos, los extremismos, y otros radicalismos sectarios, que apelan a sentimientos identitarios, en lugar de a pensamientos razonados. Los significantes se vacían del significado que no les resulta útil; las palabras no se usan para darse a entender, sino para manipular. Parafraseando a Unamuno, no se busca convencer, sino vencer. Están persuadidos de que la gente se mueve por emociones, y no por ideas; las primeras excitan el corazón, las segundas requieren de un cerebro receptivo, mínimamente formado, crítico y libre, y eso no interesa, ya que se verían sus vergüenzas, y su poder se disolvería como el humo en el aire.
Nada hay más céntrico que el centro, pero ahora gusta más el epicentro, tendrá que ser así, no nos peleemos, Ud. ya me entiende.
Javier López-Escobar