Llamemos a las cosas por su nombre

Sé que me repito, sí, lo sé, pero últimamente tengo la sensación de que el mito de la Torre de Babel vuelve a estar de actualidad. Cuenta el Génesis que Dios hizo confundir las lenguas de los que quisieron construir una torre hasta el Cielo para que no pudieran entenderse unos a otros, lo que provocó el caos y la dispersión de la gente por toda la Tierra.

Chesterton, en su obra “Eugenesia y otras desgracias”, escribió que «cuanto mayor la velocidad del periodista, más lentos sus pensamientos». Tras el último terremoto en las costas próximas a Lisboa, los informativos dieron cuenta inmediata de la localización geográfica precisa del epicentro en el litoral portugués y al menos uno de ellos, el de mayor audiencia en televisión, precisó la profundidad a la que dicho punto se encontraba. No contentos con eso subrayaron que se trataba de un «simulacro real».

La verdad es que uno ya no espera demasiado de la capacidad de los mass media para transmitir información veraz, contrastada y precisa sobre cualquier suceso en el mundo. No me asombra ya que alguien, que se autodefine como de letras, desconozca el significado del prefijo “epi” en griego, ni que no se guarde la concordancia de género al hablar; si un legionario de pelo en pecho, casado y con tres hijos puede acercarse una mañana al registro civil e inscribirse como mujer, ¿por qué los adjetivos numerales como miles, o cientos, no van a poder mutar su género masculino a femenino a voluntad del hablante, en función del conjunto al que se refiera en cada caso?

El lenguaje se empobrece, pierde sus raíces, importa más el tono que el fondo y los debates desaparecen, siendo sustituidos por diálogos de besugos en el mejor de los casos, cuando no por feroces intercambios de vocablos mal pronunciados, a imitación de nuestros líderes, empeñados en convertir el eufemismo en patrimonio inmaterial de la humanidad.

No sé cuántas veces ha intentado este gobierno que padecemos con una mansedumbre digna del más entrenado rebaño, explicar lo inexplicable, hacer pasar por blanco lo negro, o lo verde por rojo, con el indiscutible resultado de no explicar nada de nada, siendo muy evidente que lo que se busca es, precisamente, confusión. Saben que ya no procesamos los discursos, son conscientes de que los mensajes han perdido el contenido y de que las palabras discurren de un oído a otro sin perturbar las meninges…

Ignoro cómo se originó la Babel bíblica, aquel caos lingüístico que engendró las distintas lenguas. En un tiempo sin medios de comunicación, sin Internet, ni radio, sin prensa, ni gente que supiera leer, hizo falta una intervención divina directa. Hoy bastaría con dejar a la vicepresidenta del ejecutivo ante los micrófonos para producir un estado de confusión equiparable, sin necesidad de mediación sobrenatural alguna.

Cada vez que la flamante ministra de Hacienda se propone explicar lo inefable, un torrente de palabrería retórica brota de su boca y se derrama sobre la grey, sofronizándola para que admita sin rechistar distingos quiméricos, como que privilegiar a una comunidad autónoma singular resulta de lo más conveniente para el resto ¡Todo vale! Con tal de conseguir su objetivo, que no es otro que permanecer fuertemente agarrados al sillón presidencial.

Sería inútil glosar la lista infinita de intervenciones delirantes y contradictorias de diferentes miembros del staff gobernante, con las que han querido distraernos a coro y convencernos de una cosa y su contraria a lo largo de los últimos años. Si tiene curiosidad puede acudir a sus redes sociales, donde a golpe de tweet se despachan a placer sin preocuparse ni siquiera de releerse a sí mismos. Del otro lado, la oposición no les anda a la zaga en lo que a retorcer el diccionario se refiere, con el resultado de todos conocido.

En el tercer debate del XVI Seminario Internacional de Lengua y Periodismo, organizado por la Fundación del Español Urgente (FundéuRAE) con el lema: “Llamar a las cosas por su nombre: terminología para conectar a las personas”, su vicepresidenta y presidenta de la Agencia EFE, Gabriela Cañas, hablando del cambio climático, dijo que: «hay que estar buscando palabras todo el tiempo para definir lo mismo, y eso demuestra impotencia (…) se ven obligados a ir cambiando las palabras para ir asustando (…) igual de importante que concienciar a los ciudadanos es conseguir que los Gobiernos cambien, para que haya decisiones que perduren en el tiempo: la inacción es lo que lleva a jugar con las palabras».

¡Digamos basta! ¿No es hora de que exijamos un lenguaje claro, que nos permita entender lo que realmente está pasando? Dejemos de arrojarnos zascas y empecemos a hablar, llamemos a las cosas por su nombre, a ver si así nos entendemos.

Javier López-Escobar

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