Existe un amplio consenso entre los eruditos sobre el que la creencia en una vida más allá de la muerte parece acompañar a los seres humanos desde los tiempos más remotos. Nuestros ancestros más lejanos mostraban gran solicitud y dedicaban considerable tiempo y trabajo para enterrar el cuerpo de sus allegados. Este comportamiento mágico-religioso ante las sepulturas resultaría incomprensible si no estuviera acompañado de una cierta idea de otro mundo. Lo que no es posible determinar es si desde el principio existía una creencia en una trascendencia espiritual o en que simplemente un día el finado volvería físicamente a la vida para deambular de nuevo entre los mortales.
La idea de la vida después de la muerte parece haber evolucionado al mismo tiempo que la humanidad. Samuel Noah Kramer, reputado asiriológo americano, nacido en Ucrania, publicó un interesante libro titulado “La historia empieza en Sumer”, de éxito y reconocimiento rapidísimo en todo el mundo, en el que afirma que los primeros documentos escritos en Sumeria, cuyos originales se remontan al tercer milenio a.C., reflejan con seguridad la existencia de creencias religiosas mucho más antiguas de lo esperado.
Con el transcurso del tiempo, la creencia en un renacer tras la muerte se fue definiendo mejor y terminó formando parte nuclear de las creencias religiosas mayoritarias de la humanidad, como el cristianismo, el islamismo, el budismo, el judaísmo o el hinduismo, sin dejar de estar presente, en cierto modo, en corrientes filosóficas como el taoísmo y el confucionismo.
Consultemos la fuente que consultemos, es indudable que desde que el homo sapiens puebla la tierra, la creencia de que tras la defunción hay otra vida es innegable, por más que algunos ejemplares de la especie humana, más o menos numerosos, hayan vivido en el convencimiento de que no hay nada más allá de lo material y lo tangible.
Si atendemos a la estadística, al menos un 88% de los habitantes del planeta profesa algún tipo de religión e, independientemente de si se declara practicante o no, cree que al morir su espíritu continuará con vida y podrá seguir dos caminos: el del paraíso, como premio a sus actos y virtudes, o el del castigo, como pago por sus maldades y fechorías sin arrepentimiento.
No repugna al pensamiento suponer que las almas que se encuentren en el primer caso podrían tener alguna capacidad de mantener el contacto con el mundo material, aunque sólo sea la observación de los avatares de sus seres queridos, mientras les esperan en el Jardín del Paraíso. Muchas personas rezan a sus difuntos y se comunican con ellos a través de la oración mientras afirman que ellos los ven desde el cielo.
Por el contrario, para las almas que hayan sido sentenciadas a la condenación eterna parece poco probable que se les conceda el favor de mantener contacto con su pasado, tal como explica Lucas en el capítulo 16 de su Evangelio, a propósito de las demandas de cierto rico desde el Hades: “Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá”.
Dicho esto, sólo veo tres posibilidades tras la muerte: que renazcamos a una nueva vida gloriosa en el Cielo, que suframos eternamente en el Infierno, o que nos extingamos al tiempo que el soporte material de la consciencia se apague.
La gente de fe sea esta cual sea, entiende que lo común es lo primero y que sólo en algunos casos la segunda opción es la indicada, en tanto que quienes niegan lo espiritual consideran el ser finiquitado en la sepultura, dejando atrás, si acaso, el recuerdo.
Últimamente se está abriendo una especie de tercera vía, se escucha con frecuencia referirse a los fallecidos con un “allí donde esté”, como si de ese modo se pudiera compaginar cierto agnosticismo con la necesidad de consuelo. Algo así como: “No creo en ningún Dios, ni religión alguna, pero me resisto a pensar que todo se ha perdido”. En otros casos afirman que tal persona es ahora una estrella en el cielo, que desde arriba nos mira…
Pues bien, no sé si esto puede ser cierto o no, más que nada porque es relativamente fácil probar la existencia de algo, pero es totalmente imposible probar su inexistencia. Sin embargo, la perspectiva de ser una bola de hidrógeno en fusión nuclear que emite ingentes cantidades de calor y energía al espacio, desde el extrarradio de alguna galaxia, me atrae más bien poco.
Yo cambiaría el “allí donde esté” por un “desde el Cielo al que seguramente ha llegado”, es más consecuente con la fe de la mayoría, no se le caen a uno los anillos por pronunciar estas palabras, por muy agnóstico que sea, y a la familia le serán de más consuelo. Y si a alguien le resulta imposible, lo mejor es no ir más allá de un sincero “te acompaño en el sentimiento” y abstenerse de subir al púlpito a glosar los méritos del interfecto. Hágame caso.
Javier López-Escobar