Debate necesario

Hay determinadas frases que en España suscitan debate inmediato. Su mera pronunciación provoca una reacción en cadena incontrolable, nada puede pararla. Una mañana que parecía tranquila y soleada, con el horizonte despejado, sin problemas a la vista, de esas en las que sientes una suave brisa refrescante y alegre en la cara, puede transformarse en la peor de tu vida. Sin saber cómo, te verás envuelto por la peor galerna del Atlántico, cuyos vientos huracanados arrojarán las gotas de agua contra tu mejilla, clavándolas como puñales en tu piel.

No me refiero a la moda woke, ese moderno renacimiento de la autocensura, ni a la corrección política suave que todo lo reprueba, ni al lenguaje inclusivo que todo lo iguala. Hablo de algo que ni la ingeniería social de la izquierda más fetén ha resuelto, ni el capitalismo neoliberal más asentado ha logrado zanjar.

Me refiero a un debate que supera el dilema de Epicuro, que condena a Parménides y Heráclito al olvido. Una disputa a la altura de las de Santo Tomás de Aquino y Guillermo de Ockham. Esta contienda entierra a David Hume, Immanuel Kant, Marx, Bakunin, Nietzsche o Schopenhauer, y destaca sobre cualquier discusión entre Popper y Wittgenstein. Es un asunto que va más allá de la naturaleza de la realidad y los fundamentos de la teoría cuántica; algo de lo que nadie se librará, ni siquiera apelando a que lee a Kierkegaard.

Debemos remontarnos a los años posteriores a la vuelta de Colón de su primer viaje por Occidente a lo que él creía que eran las Indias de Oriente, y a alguna de las curiosas cosas que vinieron de esa tierra que hoy controla cierto señor de pelo teñido y tez anaranjada. Se cree que hacia 1554, el tubérculo descrito por el conquistador y explorador Pedro Cieza de León: “a manera de turmas de tierra, el cual después queda tan tierno por dentro como castaña cocida; no tiene cáscara ni cuesco más que lo que tiene la turma de la tierra”, llegó a España.

¿Para qué quieres más? La patata se empezó a cultivar en Canarias y desde allí se extendió por el mundo entero. Un buen día, alguien decidió que tal vez sería una buena idea cocinarla junto con unos huevos, quizá primero como huevos rotos, o tal vez ya en forma de tortilla cuajada… ¿Qué más da? Acababa de nacer la ¡tortilla de patata!

No lo niegue, por su cabeza acaba de cruzarse cierta palabra, no ha podido evitarlo, sin saber cómo, ha resonado en su mente, fuerte y clara, la palabra: ¡cebolla! ¿Hace falta más munición para una guerra? Basta con pronunciar “tortilla de patata” para que una legión de ciudadanos, en los que ni había reparado hasta ahora, le rodeen vociferando, e incluso lleguen a las manos, para dirimir si la tortilla debe llevar o no cebolla. Y así desde entonces y por siempre jamás. ¡Que le pregunten a Moctezuma!

Desde entonces, en España, no importa ni el género, ni el sexo, ni la edad, ni la extracción social, ni la cultura, ni la riqueza, ni la nacionalidad, ni la preferencia por un equipo de fútbol u otro, ni la afición a los toros o el animalismo. Personas procedentes de cualquier posición política entre la extrema, extrema, extrema izquierda hasta la correspondiente derecha, entrarán al trapo. Si alguien en España inicia un tema hablando de tortilla de patata, el debate está servido: ¿Con o sin cebolla? Es automático.

Institutos científicos del más alto nivel, en ensayos clínicos de riguroso método y tras años de minuciosa investigación, han concluido que no existe otro asunto capaz de generar mayor nivel de discrepancia. Se han realizado ensayos comparativos con “las croquetas de mi madre”, el “cocido de mi abuela” o incluso la “paella con chorizo”, y la conclusión ha sido la siguiente: si bien estas cuestiones son también controvertidas, ninguna enciende tanto el debate como la necesidad o no de agregar “cebolla” a la “tortilla de patata”.

Bueno, lo confieso, el párrafo anterior es completamente inventado, pero estoy tan seguro de que sería así, que resulta perfectamente creíble, ¿no le parece? Seguro que con su propia experiencia me da la razón. Y si cree que estoy equivocado, por favor, ¡discutámoslo!

Y así, mientras porfiamos con lo intrascendente, la vida pasa. Los barrancos se siguen inundando, el precio de la vivienda continúa su imparable ascenso y el desempleo juvenil español bate récords en la OCDE. Mientras tanto, crecen las colas del hambre y la desigualdad, alcanzamos máximos históricos en ayudas sociales, y políticos sin escrúpulos aprovechan la distracción para enriquecerse. Miles de emigrantes siguen ahogándose en el mar, en tanto que los supervivientes se hacinan en instalaciones insalubres mientras los empresarios reclaman mano de obra, la Unión Europea muestra fisuras y las grandes potencias nos amenazan militar y comercialmente…

A la vista de lo irresoluble de la cuestión fundamental que hoy nos trae aquí, quizá proceda aparcar una temporada la disputa cebollera para atender algunos de esos otros problemas que sí pueden resolverse. Tal vez seamos capaces de poner en marcha un buen plan hidrológico, una política de vivienda realista y consensuada, nuevas alianzas internacionales, planes de inmigración realistas y humanos… En definitiva, políticas útiles con visión de estado y proyección de futuro.

Y si es necesario hagámoslo mientras compartimos mesa, unos vinos y unos buenos pinchos de tortilla.

Javier López-Escobar

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