Cuestión de fe

¿Cuántas veces ha oído a alguien decir: “no creo en Dios, no tengo fe”? Seguramente muchas. Cada vez son más las personas que se declaran no creyentes. Pero, ¿no ha reparado en que creer que Dios no existe, al igual que afirmar lo contrario, requiere la misma fe, aunque en sentidos opuestos?

No es esta una cuestión baladí, Bertrand Russell afirmaba que el hecho de que mucha gente crea en Dios, no significa que en realidad exista, sin reparar en que la idea contraria es igual de evidente. Es más, yo diría que creer que Dios no existe requiere mayor fe aún, pues puede que la existencia de un ser superior, creador de cielo y tierra, que rige nuestros destinos, sea para muchos poco menos que imposible de demostrar; pero tratar de probar lo contrario resulta absurdo.

En cuestiones de fe no se puede buscar la evidencia, porque lo evidente disipa la creencia. De las tres virtudes teologales que, según la tradición cristiana, pueden adornar a un católico en la tierra —fe, esperanza y caridad—, los creyentes, tras la muerte, sólo conservan la caridad, al no requerir ya de las otras dos, es elemental.

¿Dónde quiero ir a parar? Una mirada atenta a la historia revela una enorme diversidad de dogmas que a menudo han generado serios conflictos, más que una simple dicotomía entre creyentes y no creyente. Y la razón es simple, diferentes opiniones, fundadas en el conocimiento que cada uno tenga de cualquier cosa, pueden llevar a un debate, rara vez a una discusión y casi nunca a una pelea.

Pero cuando es cuestión de fe, no suele haber posibilidad de acercar posturas, si entramos a competir en ese campo nadie dará su brazo a torcer, es imposible; solo en casos muy raros la conversión del otro terminará con el conflicto, pero a costa de sembrar el camino de sangre.

He recomendado muchas veces la lectura de “La esfera y la cruz”, de Gilbert Keith Chesterton. Esta obra maestra cuenta como Turnbull, un fogoso escocés, director del periódico “El Ateista”, se bate en un duelo doctrinal interminable con MacIan, un montañés del clan de los MacDonalds, educado como fiel católico romano. Un frenético combate a espadas y palabras que, afortunadamente, nunca llega a consumarse.

Paralelamente, en la vida real, se producía otro duelo público e interminable entre el autor de “el hombre que fue jueves” y Bernard Shaw, dos personas muy populares en su época, de inteligencia reconocida, completamente antagonistas en su pensamiento, que se empeñaron en discutir una y otra vez durante más de 30 años. Se criticaban sin cesar, a la vista de todos, a través de innumerables artículos periodísticos y frecuentes libelos, dedicados a ridiculizarse el uno al otro.

Igual que los dos escoceses novelescos que, de tanto enfrentarse, terminan transformando su batalla en un hondo afecto, estos otros duelistas de carne y hueso, con el paso del tiempo y el intercambio de improperios, se hicieron profundamente amigos. Chesterton escribió algunas muy recomendables biografías sobre grandes figuras de la historia, como Dickens, San Francisco o Santo Tomás de Aquino, y entre ellas se encuentra una titulada: “George Bernard Shaw”.

El inglés admitía sin rubor que, gracias al autor irlandés, desarrolló muchas de sus ideas y en su autobiografía revela que, de vez en cuando, Shaw aparecía repentinamente por su casa para seguir discutiendo. Cuando Chesterton murió, Shaw dijo de él que era “un hombre de genio colosal”.

Este es el secreto: con un poco de respeto hacia quien piensa distinto, por poco respetables que nos parezcan sus ideas, se pueden alcanzar pactos. Aun admitiendo que profesamos credos opuestos tendremos en común el tener fe en algo. Incluso Chesterton y Shaw consiguieron ponerse de acuerdo en algunos temas complejos, como la necesidad de una fiscalidad redistributiva o que, en el conflicto irlandés, Inglaterra era la opresora.

Con quien defiende diferentes ideales es inútil el enfrentamiento, si acaso es posible cierto debate ordenado, que puede ser enriquecedor, pero lo que es indiscutible es que lo único que nos protege del combate cuerpo a cuerpo es el respeto. Pero no el respeto a las ideas opuestas, sino a quien las defiende.

Lo que en ningún caso conduce a nada es pretender que todos tenemos razón, no estando dispuestos a mover un milímetro las posiciones en ningún asunto, por trivial que sea, cerrando cualquier camino hacia el convenio.

Hay que romper esta dinámica diabólica que hace que, frente a cualquier obstáculo, dediquemos toda nuestra energía a discutir si debe hacerse un ascensor, proyectarse una rampa o construirse una escalera, negándonos a ceder ante el defensor de los ascensores por ser etiquetado como ultraderechista, que a su vez niega la posibilidad de rampa por proponerla alguien que, a sus ojos, es un rojo perroflauta, mientras se abandona la opción de la escalera por neoliberal.

No es posible que, en un pleno municipal, en un parlamento autonómico o en las Cortes Generales, sea imposible aprobar un presupuesto sin mayorías absolutas, por estar todos cabalgando a lomos de la intolerancia, el sectarismo y la intransigencia. De seguir así feneceremos en la falda del monte sin alcanzar nunca la cima.

Ilustre edil municipal, “procurador que procuras tu sinigual sinecura”[1], excelencia que calientas un escaño en la plaza de la Marina Española, señoría que paseas por las moquetas de las cortes, tened la ideas que queráis tener, pero no se las impongáis al resto. Dejad de mirar el color del carnet del otro y poneos a trabajar con los demás para contribuir al bien común y si no hay acuerdo entre ascensor, rampa o escalera, dejad de batallar, practicad la apertura mental y entrenad vuestra disposición al consenso, que no todo es cuestión de fe.

Javier López-Escobar

[1] Luis Martín García-Marcos, poeta y periodista segoviano, quien en palabras de Dionisio Ridruejo: “Ejercía en la rebotica de su droguería de la calle Real donde la conversación tenía mucha más importancia que el comercio”

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