Cada verano, desde que nací, como un rito íntimo, procuro recorrer los 450 kilómetros que me separan del pueblo. A la ida, el viaje es ilusión; a la vuelta, es señardá. Porque, mientras avanzo por la carretera, me doy cuenta de que ya no hay casa, solo memoria. Quienes fueron mis ancestros habitan ahora el camposanto. A pesar de todo, el paisaje sigue siendo familiar y la quintana donde pasé los veranos de la infancia sobrevive casi en ruinas, con el encanto melancólico de lo que fue cuando aún estaba morada por vivos. Milagrosamente, sigue floreciendo un viejo manzano de San Juan, en el Zarro, que aún da deliciosas manzanas cuyo bocado me transporta a aquel pasado.
El segundo concejo más pequeño de Asturias fue en otro tiempo un enclave próspero: marqués, iglesia, casino, casona, más de diez playas, una ría preciosa y un puerto carbonero que llegó a dar trabajo a cientos de obreros. En los años 50, superaba los 3.700 habitantes. Hoy, apenas quedan 2.000 censados. La industria y la pesca han desaparecido. Del viejo puerto solo quedan estructuras restauradas para el turismo. Ya no hay barcos de pesca, ni astilleros en plena faena, ni buques esperando su desguace, ni humeantes locomotoras remolcando largas hileras de vagones repletos de mineral.
Donde antes había praos y caminos, reinan ahora opulentas construcciones y urbanizaciones que compiten en ostentación. Gallinas, vacas, patatas, berza y fabes han sido desplazadas por el asfalto y el hormigón. En muchas fachadas cuelgan carteles de «vivienda de uso turístico». ¡Hasta la Casona del Marqués es ahora un hotel!, reflejo de una nueva economía que ha sustituido a la industria: el turismo. El sector servicios crece, mientras la economía primaria, la que moldeó el paisaje y el paisanaje que tanto atrae a los visitantes, se desvanece.
Mucho ha cambiado también el modo de llegar a Muros. De crío, con mi familia, el viaje era una aventura: sin autovías ni túneles, atravesábamos puertos de montaña por carreteras serpenteantes que ponían a prueba los estómagos más curtidos. Hoy, salvo derrumbes, se llega a velocidad legal en poco más de cuatro horas por autovía. El tren podría ser aún más rápido, pero ni el actual ministro de Transportes ni el anterior han mostrado demasiado interés por las infraestructuras del norte, más ocupados en otras tareas.
Y sí, decía «velocidad legal» porque vengo observando que cada vez más conductores parecen ignorarla. Se olvidan de la distancia de seguridad, desprecian el intermitente, atraviesan las rotondas como si fueran plazas de toros y atienden más el móvil que el tráfico. Mientras tanto, la autopista León-Asturias sigue arrastrando las consecuencias de un derrumbe que obliga a desvíos, y el resto de la vía clama por mantenimiento.
En el pueblo, la conversación con vecinos, hosteleros y tenderos revela una preocupación común: la falta de personal. La gerente del pequeño hotel donde me alojo, mi amigo Rafa en su bar de la plaza, el propietario de la gasolinera…, todos coinciden: no encuentran trabajadores. Dicen que algunos candidatos rechazan los empleos porque prefieren seguir recibiendo ayudas sociales. Y no, no se trata de que ofrezcan sueldos bajos —ninguno quiere cerrar por no tener personal— sino de falta de relevo generacional y de cultura del esfuerzo.
En el mercado, encontrar berza —ingrediente esencial del pote asturiano, más apreciado incluso que la fabada— se ha vuelto difícil. La fresca escasea y la empresa que la envasaba ha cesado su producción por falta de suministro. La tendera que me vende el queso de siempre se queja de la escasa variedad: los productores desaparecen y sus hijos no quieren seguir el oficio. ¿Hasta cuándo podremos seguir diciendo que Asturias es la «mayor mancha quesera de Europa», con más de 40 variedades, algunas con denominación de origen como el Cabrales o el Gamonéu?
Me voy con la sensación de haber perdido otro jirón de esencia. Como si los caminos ya no llevaran a ningún sitio, o peor aún, como si estuvieran desapareciendo. Los trasgus ya no molestan, la Xana del Caballar hace tiempo que abandonó su cueva en Aguilar. Tal vez sea solo el peso de la edad, o esa tendencia humana a idealizar la infancia. Porque, en realidad, San Esteban está más bonito que nunca, y Muros está lleno de vida. Es otra vida, sí. Pero vida al fin.
Tendrá que ser así.
Por Javier López-Escobar
Asturiano Recriado en Segovia

¡Un texto muy prestoso!
¡Gracias!