¡Al despacho de dirección!

La escuela pública que yo viví era un tanto diferente de la que viven mis nietos. A mediados de septiembre, tras el largo verano, regresábamos a las aulas en horario de mañana y tarde, salvo los sábados, que dedicábamos solo una parte de la mañana a repasar el Evangelio del domingo siguiente. El maestro nos recibía después de haber dedicado un buen rato a ilustrar el pasaje correspondiente con tizas de colores en la pizarra; a nuestros ojos, verdaderas obras de arte.

Íbamos solos caminando, recogiendo amigos por el camino. Al final de la jornada escolar reandábamos nuestros pasos, entreteniéndonos por la calle en juegos y competiciones infantiles. Ni madres ni padres, ni abuelos o abuelas nos escoltaban al ir, ni estaban a la puerta para devolvernos a casa al salir, no hacía falta. Cualquier adulto era figura de autoridad, y nos sentíamos tan protegidos o vigilados en la acera como en casa. Formábamos filas para entrar y salíamos en orden. Las clases se iniciaban y terminaban con una oración, si entraba un adulto o la directora nos poníamos de pie.

Aprendíamos con los cinco sentidos, pues una pequeña parte de las enseñanzas que nos impartían, entraban en nuestras molleras, no por la vista o el oído, sino a través del contacto con la piel de reglas, varas, manos abiertas o nudillos puntiagudos. El castigo formaba parte de la rutina.

En las aulas, en pupitres de madera de dos plazas colocados en 4 filas separadas, mirando hacia el estrado, nos apretábamos más de 40 chavales que, en el mejor de los casos, acostumbrábamos a pasar por la bañera una vez a la semana, el olfato terminaba por ser inmune a la mezcla de olores corporales y lejía con la que se desinfectaban los suelos.

El gusto también tenía ocasión de ser maltratado en el comedor. Toda la comida estaba condimentada con un desagradable sabor a quemado, procedente de restos fuertemente adheridos al fondo de unas enormes cazuelas nunca bien lavadas, que impregnaba cualquier guiso que pasara por ellas.

Mi colegio tenía dos puertas, los chicos entrábamos por la de la derecha y, por la de la izquierda, dicen que entraban niñas…, nunca las vimos, hasta que la formación de un coro para cantar villancicos con voces mixtas nos mostró un universo nuevo. Una puerta en el piso de arriba se abría a una galería llena de luz, las paredes eran de color azul celeste, decoradas con dibujos de las alumnas, y un aroma perfumado conducía a espacios alegres, llenos de niñas con babi rosa. Era, en efecto, otro mundo.

El tono general era fuertemente disciplinario. Debíamos ser obedientes, tranquilos y callados. En las aulas había un pequeño altavoz comunicado con el despacho de la directora, a través del que se escuchaban las oraciones de entrada y salida y el Ángelus y, de vez en cuando algún aviso del tipo: “Fulanito, ¡al despacho de dirección!”. El aludido palidecía y a los demás nos recorría un sudor frío por la espalda. ¿Qué habrá hecho? Nos preguntábamos en silencio.

Es lo que tienen los regímenes autoritarios, que careciendo de autoridad abusan del autoritarismo, y el respeto y la responsabilidad se sustituyen por miedo y sumisión. Y lo peor no era eso, lo más grave es que lo vivíamos con naturalidad, ese era nuestro pequeño universo y todo aquello parecía normal a nuestros púberes ojos.

Afortunadamente el mundo ha cambiado. Hoy, en España, fallecido el dictador de muerte natural en su cama, tras un complejo proceso de transición incruenta, que culminó con la Constitución de 1978 y el establecimiento de un régimen democrático, niños y niñas comparten espacio.

En la escuela del siglo XXI, métodos participativos de enseñanza forman personas responsables y libres. Los centros son espacios inclusivos en los que se fomenta la convivencia. Las enseñanzas se adaptan a las capacidades del alumnado y cualquiera puede alcanzar un grado universitario sin ser discriminado por su procedencia social. El profesorado guía, no manda, las decisiones se comparten, se aprende en equipo, se fomenta la responsabilidad. Ya no hay altavoces en clase desde los que la autoridad nos haga temblar, si hay un mal comportamiento, existen protocolos que garantizan que la corrección necesaria respete los derechos del…

¡Un momento! ¿Está usted seguro? Tal vez en el colegio de mis hijos sea aun así, pero creo que en alguna etapa del camino nos hemos perdido. Los que estudiaron en los nuevos centros democráticos, mixtos, libres, inclusivos, etc., y ahora tienen entre 40 y 50 años y ocupan los puestos de responsabilidad en la dirección de nuestra sociedad y conducen nuestros destinos, parecen haberse fiado de un GPS erróneo y, por lo que se ve, estamos yendo hacia atrás y no saben cómo recuperar el rumbo.

Por un megáfono virtual, pero omnipresente, se ha oído fuerte y clara una voz potente que al grito de ¡Al despacho del director! Está haciendo temblar a la humanidad y no sólo los responsables políticos de las naciones democráticas occidentales, sino los dictadores más acreditados, andan como pollos sin cabeza tratando de ponerse en fila y procurando aparecer como callados, obedientes y sumisos.

Estos días, el Consejo Europeo es un teatro agitado en el que se suceden declaraciones de unos y otras, pero en el que no se toman decisiones y donde se mide cada palabra, salvo excepciones de calculado calado, para no soliviantar al director.

A mis 63 años he vuelto a la escuela de mi infancia. Aunque, a pesar de todo, no pueda decir que aquella fuera una etapa infeliz, más bien la recuerdo con cariño, no tengo ninguna gana de repetirla. ¿Y usted?

Javier López-Escobar

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