Hubo un tiempo en que España era en blanco y negro, donde no se medían audiencias porque sólo había dos canales públicos de televisión, la primera y el UHF, y algunas radios emitiendo seriales, que eran los reyes del entretenimiento. Una época, allá por los 70, en que en Noche Vieja, después de cenar tan opíparamente como nos podíamos permitir, mientras charlábamos sin móviles interpuestos, veíamos las 12 campanadas en familia, emitidas desde la Puerta del Sol, excepción hecha de 1973, que TVE nos llevó a Barcelona en concesión premonitoria a las aspiraciones de la “España plurinacional”, que por entonces no llamábamos así.
Con la mirada fija en el reloj de la Real Casa de Correos, escuchábamos los repiques que marcaban el ritmo de deglución de las doce uvas de la suerte. Matías Prats Cañete nos guiaba por entonces en la tan difícil e imprescindible tarea, que democráticamente nos habíamos impuesto los españoles desde finales del siglo XIX, sin que cambios de régimen, guerras, el desastre del 98, disputas territoriales, marchas verdes, cambios generacionales, o modas, fueran capaces de erosionar lo más mínimo la práctica de esta costumbre, indiscutible seña de identidad y de tozudez patria.
Iniciado el nuevo año y después de los brindis protocolarios, muchas familias seguíamos pendientes de la programación televisiva, consistente en un refrito pregrabado de actuaciones cómicas y musicales de los artistas nacionales e internacionales más conocidos, aderezado con el mareante zum de Valerio Lazarov. Lola Flores, Tom Jones, Mari Carmen y sus muñecos, Tony Leblanc, Lina Morgan, Peret, Tip y Coll, Manolo Escobar y un largo elenco desfilaban por la pequeña pantalla y nos acompañaban a los que nos resistíamos a ir a la cama.
No recuerdo en qué año sucedió, pero sí que una de esas noches de celebración navideña estábamos en familia reunidos frente a la televisión cuando apareció Massiel, vestida con traje típico asturiano, tal vez en recuerdo de sus años vividos en el Principado, de donde procedía su familia, dirigió unas palabras a cámara, con la musicalidad propia de aquella tierra, que coronó con un ¡maja!, a lo que mi madre, nacida en Muros de Nalón, pegó un respingo y replicó ¡segoviana!, que no había traje regional que lo disimulara, a pesar de que la cantante nació en Madrid, pero ya sabemos lo que es Madrid para Segovia.
Quizá esa sea una de las primeras palabras que de niño aprendí a reconocer claramente como seña identitaria de Segovia, que enorgullece a los que son considerados tales, hasta el punto de ser el título con el que se reconoce el mérito de quienes son honrados durante la fiesta de San Frutos. Con o sin reconocimiento explícito, no creo errar si afirmo que los segovianos, en general, somos majos y las segovianas más aún.
Andado el tiempo de ir dejando atrás la inocencia infantil, descubrí otra expresión común en Segovia, que tardé más en comprender y mucho más en aceptar, con la que se suelen zanjar disputas, discusiones o debates antes de alcanzar conclusión alguna, antes de que alguien pueda alzarse con la razón o llevarse el gato al agua.
Una expresión proferida generalmente en un tono tranquilo, conciliador y resignado, pero sin admitir réplica, como el “baciyelmo”, palabra que Sancho inventara para zanjar la discusión sobre si lo que cubría la cabeza de don Quijote era el yelmo de Mambrino o una bacía de barbero. Tal frase es: “tendrá que ser así”.
Poco importa ya si es bacía o yelmo, da igual quien tenga o no la razón, el asunto ha concluido, lo que, a mí, por entonces joven de natural pendenciero en lo dialéctico, presto al debate sobre cualquier asunto y reacio a dar la razón sin batallar, me llevaba los demonios. ¿Por qué ha de ser así? ¿Qué es eso de conformarse? ¿Por qué renunciamos a luchar?… Y muchas otras preguntas que me hiciera chocaban con el muro infranqueable del “tendrá que ser así”.
Mucho tardé en descubrir que, para ser tan majo o maja como quienes habitan esta tierra, es necesario cierto nivel de autoestima y de autocontrol, y que lo que en un principio puede parecer pura resignación castellana, que ese es otro sambenito que nos cuelgan, es en realidad una eficiente medicina para mantener un grado aceptable de salud espiritual, que permite ver la vida con la perspectiva que dan el tiempo, la madurez y el conocimiento. Esa experiencia se consigue sólo con los años y hace posible reconocer la diferencia entre las luchas que merecen la pena y las que no, entre las discusiones que hay que concluir y las que no.
Lejos de ser una rendición resignada ante los acontecimientos, muy lejos de representar cobardía o debilidad, es realmente seña de valor y fortaleza, de capacidad de elegir la batalla correcta, de aprecio por el tiempo propio y el de los demás, de talento para de enfocar lo importante sin que nos distraigan las tonterías.
Virtud, en definitiva, que permite a quien la atesora salir indemne del tránsito por el barro cotidiano, alcanzando su objetivo. Cualidad que ayuda a ser más equilibrado y, por ende, más majo y feliz, sean cuales sean las circunstancias.
El problema es que ésta, como todas las virtudes, es difícil de alcanzar, pero no por ello hay que renunciar a conseguirla, y por eso he decidido usar esta máxima como título de esta sección de opinión, pues aspiro a opinar sobre cualquier cosa, sin rehuir el debate o la polémica, pero buscando el equilibrio que la sabiduría segoviana resume con su “tendrá que ser así”.
Javier López-Escobar
Correcaminos. Y yo seguiré leyendo las opiniones.» Tendrá que ser así. «
Gracias amiga
Elegir batallas… al final, se aprende.
Gracias por leerme. Eso espero, aunque tiendo a meterme en más charcos de la cuenta 😉