Ya han pasado más de veinte días desde que seis guardias civiles fueran enviados en Barbate a luchar, sin recursos y en precario, contra un grupo de narcotraficantes, muy superiores en número y medios. El resultado fue el previsible e inevitable, tres embestidas de la enorme lancha de los criminales, contra el frágil zódiac de los agentes, terminaron con la vida de Miguel Ángel y David, quedando otros dos compañeros heridos, uno de ellos de gravedad.
Tras los multitudinarios funerales en Pamplona y Cádiz, por toda España se sucedieron las muestras de dolor y apoyo a las familias de los caídos en acto de servicio. Fueron convocadas concentraciones en todos los municipios, donde se guardaron respetuosos minutos de silencio en honor de los difuntos, y en solidaridad con el dolor de sus allegados, compañeros y amigos. Yo acudí a la que se organizó ante el Ayuntamiento de Segovia, en la que estaban presentes todos los ediles del consistorio, sin distinción de color político, además de otras autoridades, unidos por la gratitud, el respeto y el dolor.
Un minuto de silencio es una liturgia sencilla que nadie cuestiona, una manifestación de duelo apropiada, durante el que cada uno puede aprovechar para meditar sobre lo sucedido, o para rezar por el alma de los muertos y pedir el consuelo y la paz para sus familias. Aunque es una costumbre bastante moderna, ha pasado a formar parte de las reglas básicas de educación y urbanidad, y se realiza en todo el mundo con pequeñas excepciones.
El trece de febrero de 1912, el diario de sesiones del Senado portugués recoge la primera propuesta documentada de tiempo de silencio para honrar a un difunto, en este caso en honor al fallecido José María Paranhos, barón de Río Branco y ministro de Exteriores. El senador Evaristo Luis dis Neves Ferreira de Carvalho planteó: “Por consideração, pois, para com todos estes aspectos daquele vulto notável, proponho que a sessão seja interrompida durante 10 minutos, conservando-se os Srs. Senadores sentados nos seus lugares e silenciosos durante esse espaço de tempo”.
En 1918, Sir Harry Hands, alcalde de Ciudad del Cabo, hizo la propuesta formal de dedicar tres minutos de silencio como protocolo ordinario para honrar a los fenecidos. Tras la muerte de su hijo en la I Guerra Mundial, se estrenó la regla, aunque al final se redujeron los minutos a dos, por considerar que tres resultaban demasiado largos.
En 1919, el periodista Edward George, escandalizado por los bailes callejeros de celebración del fin de la Gran Guerra, recomendó cinco minutos de silencio en honor a los fallecidos. Al mismo tiempo el escritor sudafricano Percy Fitz Patrick hizo llegar al rey Jorge V de Inglaterra una reflexión sobre aquel ritual del silencio celebrado en la capital sudafricana. Sea como sea, el monarca se hizo eco y declaró el día 11 de noviembre: “día de recuerdo para las víctimas de la I Guerra Mundial”, incluyendo dos minutos de silencio a las 11 de la mañana: “en perfecta quietud, los pensamientos de todos pueden concentrarse en el recuerdo reverente de los gloriosos muertos”.
Hoy día, en el “Remembrance Day”, la Commonwealth continúa conmemorando del mismo modo los sacrificios de los miembros de las fuerzas armadas y los civiles en tiempos de guerra.
Desde 1919 se ha ido generalizando la costumbre de guardar diez, cinco, dos o un minuto de silencio, cada vez que necesitamos reunirnos para compartir el dolor, para manifestar nuestro duelo, y para hacer ver al agresor que somos más y más fuertes, que juntos somos mejores, y que no abandonamos ni a las víctimas ni a sus familias, con las que compartimos su sufrimiento.
De algún modo, un minuto de silencio marca la frontera entre el comportamiento humano genuino y el inhumano. Distingue la conducta de los que están por encima de lo banal y que reconocen lo fundamental. Señala la actitud de quienes aprecian al prójimo y valoran sus derechos.
Entre los que se reúnen para callar, al menos durante sesenta segundos, hay respeto, empatía y solidaridad. Los valores que nos definen como sociedad están presentes en el mutismo y al hacer público el acto, en forma de un grito sordo, se comunican al mundo su propósito. Es un protocolo que todos comprenden y que no requiere más explicación.
No importa si crees en Dios o no, si piensas que el ser humano es trascendente o simple polvo, si aprovechas para rezar un padrenuestro o enjuagar tus lágrimas, si te consideras de izquierda, centro o derecha, si eres autoridad o ciudadano de a pie. En cualquier caso, durante ese corto espacio de tiempo, todos somos iguales, compartimos valores y juntos damos nuestro homenaje a quien creemos que lo merece.
De la misma manera que el minuto de silencio se ha convertido en un signo universal de humanidad, respeto, solidaridad, gratitud y dolor, observado por personas honestas y educadas a lo largo y ancho del planeta, negarse a participar, cuando te lo reclaman, puede considerarse signo de lo contrario, propio de sujetos a los que no se les debería considerar dignos ni merecedores de respeto.
El martes veinte de febrero de 2024, la presidenta del Congreso de los Diputados abrió la sesión plenaria con las siguientes palabras: “El pasado viernes, 9 de febrero, los agentes de la Guardia Civil Miguel Ángel González Gómez y David Pérez Garacel fueron asesinados en acto de servicio en Barbate. El Congreso de los Diputados comparte el dolor de sus familiares, compañeros y amigos, se suma al luto de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y desea la pronta recuperación del Guardia Civil herido. Como muestra de respeto, de solidaridad y homenaje a los guardias civiles que en aquel día fueron asesinados les pido que guardemos un minuto de silencio.” (La Cámara, puesta en pie, guarda un minuto de silencio).
Según relata la prensa, los diputados de ERC, Junts y Bildu se ausentaron con excusas. El representante del BNG estaba, pero, al conocer el motivo de la propuesta, abandonó el hemiciclo.
Días antes, en el Parlamento de Cataluña, no pudo celebrarse un minuto de silencio, en memoria de los agentes, por la oposición del PSC, ERC, Junts, Catalunya en Comú y la CUP.
Dicho queda.
Javier López-Escobar