No hace tanto que la clase media, mayoritaria en Europa, podía llegar a fin de mes sin demasiadas estrecheces y sacaba adelante a su prole, más o menos numerosa, declarándose feliz.
Esas personas consideraban que vivían bien y miraban el futuro con cierta esperanza, hacían planes. Pensaban en las siguientes vacaciones, en la adquisición de una primera vivienda, u otra mejor, o una segunda en la playa, en cambiar de coche… Imaginaban a su descendencia como futuros sucesores del oficio familiar, o como nuevos practicantes de la medicina, la abogacía o la arquitectura. Aspiraban a que su descendencia formara nuevas familias, más prósperas y felices. En definitiva, la clase media en general era previsible, porque sus condiciones de vida también lo eran.
El progreso de la mayoría, consistente en abrirse camino y dejar a los herederos un itinerario más cómodo para su futuro, no es el resultado de un camino de rosas, hollado por los sucesores de Adán y Eva, desde que pusieran el pie fuera del Paraíso Terrenal, es más bien una excepción histórica. En realidad, es un logro muy reciente de las sociedades democráticas surgidas en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Aunque la invención de la democracia se atribuye a los griegos, y los valores de liberté, egalité, fraternité a la Revolución Francesa, los beneficios de todo ello no se generalizaron hasta mediados del siglo XX, y sólo en una parte del mundo.
A principios del siglo anterior, más del 50% de la población española se consideraba rural, vivía al día trabajando duramente la tierra. En 1900 la esperanza de vida al nacimiento, se situaba en los 33,8 años para la población masculina, y en los 35,7 para la femenina.
Los datos del último barómetro del CIS, reflejan que un 49% de la población española se considera clase media. En términos absolutos, 12,3 millones de hogares (44 millones de personas en España), constituyen ese grupo. Tres cuartas partes de éste se ubican en el ámbito urbano. La esperanza de vida se situaba, antes del COVID, en 85,74 y 80,36 años para ellas y ellos.
De algún modo, la democracia moderna ha mejorado la vida de la mayoría. Ha generalizado la libertad y los derechos. La ciudadanía es autónoma para determinar su trayectoria, y cada individuo puede decidir cómo dirigir sus propios asuntos. Eso promueve el crecimiento económico de la sociedad, y un reparto de la riqueza mucho más justo. La democracia constituye, sin duda, el auténtico progreso hacia el estado de bienestar, al modo descrito por el economista británico, Lord William Henry Beveridge, en 1942.
¿Hemos alcanzado el Nirvana? No, hoy los jóvenes ven la emancipación como una quimera, aspirar a un trabajo digno y estable les parece una prueba hercúlea, afrontar la adquisición de una vivienda o formar una familia y tener descendencia se les antoja imposible. Los agricultores se manifiestan en toda Europa. Las crisis migratorias se suceden. Las colas en los comedores sociales alcanzan tamaños que no se veían desde las posguerras. Crecen las adicciones y los problemas de salud mental… El clima, no solo el meteorológico, es amenazante, se generalizan los conflictos y prosperan los populismos salvadores. Se multiplican las goteras en el techo democrático que nos cobija.
Desde 2006, la “Unidad de Inteligencia” de The Economist elabora un índice de democracia en 165 países del mundo. Según esta revista, los datos de 2021 son los peores desde que el índice se comenzó a publicar, la nota media del estado de la democracia en el mundo fue de 5,28 sobre 10, un resultado peor incluso que el obtenido en 2020, cuando el coronavirus hizo caer el valor hasta el 5,37.
España ocupa el puesto 24, con una puntuación de 7,94, justo por debajo de Israel, situándose en el grupo de “democracias defectuosas”. En 2006 España tenía una nota de 8,34, y de 8,12 en 2020, ambas notas nos colocaban entonces en la categoría de “democracias plenas”.
Una abrumadora mayoría de naciones desarrolladas, desde los países europeos a Canadá, EE. UU., o Australia, viven bajo la democracia, mientras sólo unos pocos regímenes no democráticos, como China, o Singapur, crecen. ¿Dónde preferiría Ud. vivir?
No puedo afirmar que exista una relación directa entre nuestro retroceso democrático, a ojos de la revista fundada en 1843 por un fabricante de sombreros escocés, y lo que observa la fundación “La Caixa” cuando afirma que en España “las tasas de protección social están disminuyendo y la distribución de la riqueza está cambiando de tal forma que aumenta la desigualdad entre los individuos de mayor renta y los de menor renta”. Pero tampoco puedo negarlo.
Lo que me parece evidente es que, al menos en Occidente, la calidad de la democracia está ligada a la calidad de vida de la mayoría y que, a pesar de que no terminen de resolverse todos los problemas, sí se avanza en democracia, se avanza en la solución.
En los regímenes menos democráticos las desigualdades y los problemas son considerablemente mayores, no se cubren las necesidades básicas de la mayoría, las instituciones sucumben a la corrupción y los servicios públicos son defectuosos. Únicamente sus élites ven su futuro con cierto optimismo.
Por eso es una muy mala idea socavar los cimientos de una democracia, y no valen excusas como las excepciones para garantizar la seguridad, o la convivencia, o cualquier subterfugio que empleen los que detentan el poder con el único fin de permanecer en él.
Sólo sociedades con mucha tradición democrática pueden resistir de vez en cuando un mal gobierno, pues los mecanismos del estado actúan, los poderes independientes protegen al pueblo y, tarde o temprano, terminan de poner a cada cual en su sitio. Solamente resisten los estados con amplias clases medias, sociedades civiles organizadas y participativas, sistemas educativos fuertes, medios de comunicación libres, independientes y pluralistas, con verdadera separación de poderes e instituciones sólidas, que garanticen el buen funcionamiento del gobierno y limiten sus atribuciones. En ellas las crisis se superan, igual que se curan las heridas en un cuerpo sano, el sistema inmunitario actúa de forma automática y evita la gangrena y la muerte.
Tolerar que nos tomen por tontos. Dejar que escondan la ineficacia y la mediocridad con excusas paternalistas para infantes de parvulario. Aceptar pulpo como animal de compañía, creyendo que la cosa no va con nosotros. Asistir impasibles a la colonización partidista de las instituciones. Dejar que las pasiones sustituyan al diálogo entre diferentes… En definitiva, ignorar los síntomas mientras se degrada de nuestra democracia no es la actitud más responsable.
Está en nuestra mano reencontrar el camino y poner remedio a la enfermedad. Cada ciudadano puede -y debe- hacer su parte.
Javier López-Escobar