Leía el otro día el siguiente titular: “La ciencia confirma el tiempo exacto de siesta si quieres mejorar la salud y no ganar peso”, otro medio destacaba una frase del presidente Pedro Sánchez, durante la Convención de Lucha contra la Desertificación de Naciones Unidas, celebrada hace poco en el Museo Reina Sofía de Madrid: “Negar la evidencia científica es un insulto a la inteligencia” y añadía: “no hay mayor fanatismo que negar el cambio climático”.
Se apela con frecuencia a la exactitud, la certeza, o la evidencia científica para convencer a otros de cualquier asunto, sin dejar lugar a la duda o la equivocación. Damos por sentado que lo científico es infalible. Sin embargo, los grandes avances en ciencias se yerguen sobre montañas de equivocaciones. En medicina, sin ir más lejos, podríamos decir que la desgracia de cada generación ha contribuido a la salud de la siguiente.
En ciencia vale más el error que la certeza, la equivocación es una parte necesaria del proceso científico y a menudo, los traspiés conducen a descubrimientos importantes y proporcionan avances notables. Tal es así que lo primero que hace la comunidad científica con cualquier tesis es tratar de refutarla, lo que se logra en la mayoría de los casos.
La historia de la ciencia está plagada de grandes nombres cuyas aportaciones han quedado desmentidas. Ni uno solo de los científicos que aparecen en los libros de historia, ha logrado que sus conclusiones superaran el tiempo y todos, sin excepción, han sido puestos en cuestión por sus sucesores, como también éstos serán impugnados en el futuro. Cualquier tesis científica, sin excepción, con el tiempo, es eventualmente cuestionada y rebatida. Esto no resta ni un ápice de mérito u honor a unos u otros. El sistema geocéntrico de Ptolomeo (siglo II d. C.) fue evidente durante más de mil cuatrocientos años, hasta que en 1633 Galileo pronunció su célebre “Eppur si muove”.
Cada generación reconoce el mérito de los anteriores, cuyos deslices han sido la semilla de los descubrimientos y avances de los siguientes. En cierto sentido, quizá a lo más que puede aspirar quien se dedica a la ciencia es a cometer desatinos. Pero errores fértiles, colmados de preguntas que generen nuevas respuestas. De no ser así, el conocimiento se detendría y dejaríamos de avanzar.
Karl Popper en “La lógica de la investigación científica” (1934), desarrolló este principio: “para que una hipótesis sea científica es necesario que se desprendan de ella enunciados observables y, por tanto, falsables, de modo que, si éstos no se verifican, la hipótesis pueda ser refutada.”
Dicho de otro modo, la ciencia debe basarse en la realidad de los hechos (En el sentido de Aristóteles, no de Sánchez), sus postulados deben proponer sucesos perceptibles para que cualquiera pueda refutarlos.
Este método es válido para cualquier disciplina en la que se quiera progresar, como Biología, Medicina, Física, Historia, Teología, Literatura… El error es tan importante que yo propondría a la Real Academia de las Ciencias de Suecia que ampliara la leyenda del anverso de su medalla de este modo: “Inventas vitam juvat excoluisse per artes. Erras”, (Quienes ennoblecieron la vida descubriendo las artes. Está usted equivocado). Perdón por el latinajo y por la osadía de corregir a Virgilio, me he venido arriba, lo sé.
En otras disciplinas muy populares como la Radiestesia, la Astrología, la Homeopatía el Terraplanismo o la Política, prima el dogma frente a la incertidumbre, nunca se equivocan. Tal vez estas disciplinas tengan infinidad de adeptos, pero desde mi punto de vista, en el mejor de los casos no permiten aprender nada nuevo sobre el mundo.
Los políticos se han acostumbrado a emplear axiomas: “El cambio climático es innegable”. Esta afirmación es irrefutable, de hecho, la característica más reconocible del clima es el cambio, sin embargo, esta aseveración no es más que un montón de palabras, es una tautología usada como señuelo pseudocientífico que no aporta nada. Tan solo pretende establecer un dogma para conducir a la sociedad por los caminos que le convengan al poder de turno.
También lo advertía Aristóteles: “no podemos pedirle al retórico que haga demostraciones”. Los políticos en general juegan a la persuasión, buscan convencer a los demás de que están en posesión de la verdad absoluta. No arguyen ni proponen razón alguna, solo emiten soflamas que identifiquen con claridad cada bando en disputa. Cuando debaten, emplean argumentos ad hominem, para eliminar al rival y zanjar cualquier disputa. Buscan reclutar adeptos, no discípulos.
La afirmación de que “no hay peor fanatismo que negar el cambio climático”, encierra además una categorización de los fanáticos en buenos o malos, y señala con brocha gorda la línea (¿roja?) que separa a amigos de enemigos, a los nuestros frente al resto. Busca polarizar, no resolver.
Coincido con el presidente cuando afirma que “entre los argumentos de muchos de los que niegan la existencia de cambio climático no hay ciencia, hay dogma, y el dogma conduce al fanatismo”. Pero se puede afirmar exactamente lo mismo si se cambia “niegan” por “afirman”, seguiría estando de acuerdo. El fanatismo es malo, defienda lo que defienda, aunque al que se parapete tras él pueda resultarle rentable.
El cambio climático es un hecho, estamos ante un reto muy difícil que la ciencia aún trata de explicar. El sistema climático de la Tierra es de una enorme complejidad, y es imposible intentar hacer aquí siquiera un esbozo de la multitud de interacciones que tienen lugar entre el océano, la atmósfera, la criosfera, la biosfera, el manto terrestre, etc., siendo a su vez cada uno de estos elementos terriblemente complicado en sí mismo.
Se trata sin duda de un problema muy serio, es un desafío científico formidable, tal vez el mayor al que se haya enfrentado la humanidad, y sin embargo parece imponerse la visión pseudocientífica impregnada de política y de poder, bien aderezada de intereses económicos, y muy alejada de la ciencia.
Hoy el cambio climático se debate como una cuestión de izquierdas contra derechas, de negacionistas contra afirmativistas, de fanáticos buenos contra malos, mientras se ignora a climatólogos, geólogos, biólogos, matemáticos…, y lo que es peor, se ignora el problema.
Ante esta perspectiva caben dos posturas. Una, la más racionalista e ilustrada, confiar en la ciencia y la tecnología, esperando sus avances, y siguiendo sus recomendaciones para frenar el cambio y adaptarnos a lo que no podamos controlar. Otra, la ecologista, que considera a la especie humana como el problema y propugna su autolimitación más o menos drástica. Entre ambas, un mar de matices.
Dependiendo de la perspectiva que adoptemos, el posicionamiento ante la cuestión del cambio climático puede ser muy diferente. Pero piense Ud. lo que piense, vote a quien vote, tanto si tiene una opinión completamente formada sobre el cambio climático y sus consecuencias, como si no, déjeme que le pida, con todo respeto, que abandonemos el ardor, que rebajemos el tono del debate, y dejemos humildemente que la ciencia y la técnica nos guíen, sin descuidar lo que cada uno de nosotros podamos aportar, mientras pedimos a los líderes políticos que prediquen menos y actúen más. Nos va la vida en ello.
Javier López-Escobar