Mentiras

C.S. Lewis, en el prefacio de su novela “Cartas del diablo a su sobrino” (1942), formula la siguiente advertencia: “Se aconseja a los lectores que recuerden que el diablo es un mentiroso. No debe aceptarse como verídico todo lo que dice Escrutopo, ni siquiera desde su particular punto de vista”. ¡Qué buena recomendación! ¿No la echa de menos en algunos otros textos?

A pesar de que las 30 cartas que Escrutopo escribió a Orugario apenas componen un libro de 70 páginas, Lewis reconoce que casi se ahoga antes de terminarlo. Afirma que, si lo hubiera alargado más, hubiera ahogado a sus lectores. Tal parece ser la dificultad de adoptar el punto de vista de un mentiroso durante demasiado tiempo.

Al final, aunque el diablo es también conocido como el padre de la mentira, no tiene la exclusiva, mentir de vez en cuando está al alcance de cualquiera, y desde tiempo remoto hombres y mujeres de toda condición han utilizado la falsedad para conseguir sus fines, sin importar las consecuencias.

No sé quién fue el primero en darse cuenta de que lo importante es el relato, y no la veracidad de la historia, versión actualizada del aforismo italiano, se non è vero, è ben trovato. Lo relevante es que quien nos escuche quede complacido con la realidad virtual, mientras olvida el mundo real. ¿Quién quiere oír desgracias? ¿No es mejor un buen cuento de amor, o la falsa promesa de felicidad frente a una certeza de sufrimiento?

La verdad está muy poco valorada, no se reconoce como un principio, se habla de “mi verdad”, “tu verdad”, dando la realidad por inexistente o por imposible de conocer, buscando cualquier subterfugio para evitarla y seguir a lo nuestro.

Parece ser que el dramaturgo serbio estadounidense Steve Tesich acuñó el término “posverdad” en 1992, en un artículo para revista The Nation, al escribir sobre los escándalos de Watergate y la guerra de Irak indicó que, ya en ese momento, habíamos aceptado vivir en una era de la posverdad, en la que se miente sin discriminación y se ocultan los hechos.

La verdad queda al margen, arrinconada por este neologismo, procedente del inglés post-thruth, que la Real Academia define como “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad” y a la que Ralph Keyes se refería como “La información embellecida se presenta como verdadera en su espíritu, y más verdad que la misma verdad”.

No se trata ya simplemente de engañar para nublar el juicio de quienes nos escuchan, lo más eficaz es apelar a sus sentimientos y emociones, excitar sus pasiones, hacerles tomar parte por unos o por otros, para que se sitúen voluntariamente, como lamenta Tesich, en el bando que interesa al demagogo de turno.

Llegados a este punto, si miramos a nuestro alrededor, podremos escuchar con claridad los bramidos que nos lanzan unos y otros, cantos de sirena donde no importa lo que se dice, sino como se expresa, sea o no cierto, sea o no contradictorio con cualquier postulado que hayan defendido 10 minutos antes. Se puede usar un mismo hecho para defender una postura y su contraria y, para lo que dicen, daría igual que hablaran en arameo o en swahili, mientras transmitan emociones y consigan suficientes partidarios que les sigan.

No hay verdadero debate, no se argumenta, no se defienden principios, es más, para tener éxito en este empeño hay que renunciar a los principios, las razones o las convicciones, hay que dejar de escuchar para simplemente oír, llevando al extremo el estúpido aforismo que reza “tiene razón, pero le pierden las formas”.

Mentir si lo hace uno, se convierte de modo natural en un cambio de opinión, si lo hace el otro, en crimen de lesa humanidad, y seguro que, a estas alturas, cada cual tiene ya en su cabeza el nombre de alguna persona, ¿tal vez algún político?, al que le puede ir bien el traje que he venido cortando, pero no nos emocionemos, este es un traje Prêt-à-porter que sienta a muchos como un guante, por más que realmente vayan tan desnudos como el emperador del cuento de Hans Christian Andersen.

El arte del dominio de la falacia, de la verdad a medias, el dominio del uso de frases engañosas que incluyen algún elemento de verdad para hacerlas creíbles parece requisito necesario para tener éxito en política, quizá el único ámbito en el que inexplicablemente mentir se perdona y hasta se premia.

¿Es la mentira siempre reprobable? No necesariamente, Teller, uno de los magos del conocidísimo dúo Penn & Teller, afirmó en una entrevista que “cuando un mago permite que usted vea algo con sus propios ojos, es imposible no creer en su mentira”. Esta es la única mentira tolerable porque, aunque el mago nos engañe, no engaña a nadie al afirmar que eso es lo que hará. Si el mago es invisible, entonces la mentira vuelve a ser peligrosa.

¡Qué difícil! ¿No es cierto? Distinguir la realidad de la fantasía, lo verdadero de lo falso, elegir cuándo conviene obviar los hechos o cuando decir lo que se cree, lo que se piensa… Porque muchas veces, evitar la verdad, mentir, o simplemente callar, parece la opción más factible.

Diferenciar lo real de lo inventado, distinguir lo cierto de un testimonio oral, escrito o gráfico se antoja tarea imposible en un mundo en el que la tecnología ha perfeccionado el arte de la falsificación y pone en manos de cualquiera una gran cantidad de herramientas para difundir la mentira, haciendo casi imposible estar seguros de nada y eso nos convierte en víctimas aturdidas, propensas a la manipulación.

¿Cuál es la vacuna, qué podemos hacer? Pues lo que está Ud. haciendo, si ha llegado hasta aquí, leer, no a mí, a Lewis, a Chesterton, a Cervantes, a Mary Shelley, a Agatha Christie, a Emilia Pardo Bazán o a quien más le guste, leer periódicos más allá del titular, leer diferentes opiniones… Y después de leer dudar y hacerse preguntas. Nada inmuniza más contra el engaño que cuestionarse lo que nos dicen, porque, como la mentira, la verdad también está a nuestro alcance y, aunque pueda parecer oculta, brilla más que la falsedad, sólo hay que esforzarse un poco en buscarla.

Javier López-Escobar

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