Nunca se me dio bien escoger los títulos de mis textos y más de una vez respondí, en tono jocoso pero con un íntimo puntito de seriedad, cuando fui preguntado al respecto, que lo más difícil a la hora de publicar un libro es, precisamente, elegir el título (de escribir las dedicatorias ni hablamos: eso ya es de nota…)
Cuando de elaborar un texto se trata, siempre me fascinó esa etapa inicial que consiste en perseguir a las musas con el cazamariposas de la imaginación, ellas driblándote esquivas, sin parar de sonreírte, eso sí, y tú empecinado en atraparlas, en poseerlas, en aherrojarlas para siempre a tu vis poética. También me encanta, aun siendo esta fase un poco más prolija que la anterior, el proceso de solidificación de las ideas, la transformación de los pensamientos en palabras concretas mediante la ingeniería del lenguaje, incluso diré, ya puestos, que no me desagrada la, a priori, mucho más aburrida tarea de corrección del escrito una vez finalizadas las dos fases anteriores.
Pero, ay, sucede que cuando tengo que agavillar bajo una denominación concreta, ese ramillete de reflexiones que es cualquier texto, no encuentro tan fácilmente la palabra -o palabras- que sinteticen, de manera precisa, todo lo narrado. Y no es por falta de ideas, no vayan a creer. Acaso el problema sea justamente lo contrario: ante el aluvión de opciones que en ordenado desorden me rebosan del caletre, la indecisión, esa pesada bola que con su cadena lleva uncida a mi alma nada menos que 53 años, no me permite, generalmente, hacer una elección rápida y exenta de dudas.
Y la elección del nombre de esta sección que ahora mismo escrutan sus pupilas -si es que han conseguido llegar hasta aquí sin desvanecerse por el agotamiento- no es una excepción. La nada, el vacío mental originario previo al nacimiento de cualquier ocurrencia de índole intelectual, fue dando paso, poco a poco, a una nebulosa idea, a un cúmulo amorfo de propuestas en el que aparecían entreverados, en extraña mezcolanza, conceptos tan diferentes y hasta opuestos, que no sabía muy bien por dónde tirar a la hora de elegir el título adecuado.
Y así, tras muchas idas y venidas y mucho trasiego de conceptos y nombres y frases en los “desvanes de mi cerebro”, que diría Bécquer, y tras mucho apoyar la mano en la mandíbula, la mirada perdida en el vacío, las musas, siempre tan crípticas y zangolotinas ellas, encontraron oportuno sugerirme la denominación adecuada para esta sección de la manera más barroca y rebuscada, que es como suelen hacer las cosas las musas cuando son musas decentes y como Dios manda.
La cosa sucedió más o menos como sigue: andaba yo absorto en estos pensamientos que les vengo relatando, las yemas de los dedos acariciando las siempre sensatas y protocolarias teclas del ordenador cuando, en la playlist de Spotify que, desde mi móvil, amenizaba mis reflexiones, sonaron, como recién salidas del mismísimo averno, las notas aulladoras de la guitarra de Robert Johnson y a continuación su voz, a un tiempo primitiva y ululante.
Estaba sonando, inconfundible, “Crossroads”, la legendaria canción con la que el no menos mítico Rey del Delta Blues apuntaló su leyenda.
Robert Leroy Johnson, desarrolló su más que agitada existencia entre 1911 y 1938 en los alrededores de Clarksdale, ciudad (casi pueblo, diría yo, que lo ví con estos ojos, una vez que estuve allí) ubicada en el delta del Misisipi, que es un río que tienen los americanos algo más grande que el Eresma. En los estados sureños, los esclavizados antepasados del bueno de Robert conservaron con especial arraigo, a lo largo de los años, algunos de sus ancestrales ritos africanos, como el vudú, y en ese ámbito de lo mágico, el cruce de caminos, que eso es exactamente lo que significa Crossroads, fue siempre lugar propicio al contacto con lo sobrenatural.
En “Crossroads”, Robert Johnson nos habla, mediante veladas metáforas, de un supuesto encuentro con el diablo, no sé si retroalimentando su leyenda o acaso creándola él mismo.
Esa leyenda, bien conocida a lo largo y ancho del Delta del Misisipi, relata cómo, de resultas de ese contacto con el señor de las tinieblas y a cambio de hipotecarle su alma, el músico, a la sazón mediocre guitarrista, salió del cruce de caminos convertido en el más virtuoso tañedor del instrumento de las seis cuerdas de todo el Delta Blues.
Evocadora historia que haría sin duda las delicias de Íker Jiménez, lo sé, pero ustedes desconfíen, que yo, que visité hace no demasiado tiempo la legendaria encrucijada donde supuestamente tuvo lugar esta inquietante fábula, les aseguro que el lugar tiene de poético lo mismito que, pongamos por caso, el polígono industrial de Tarancón, Castilla la Mancha, un lunes por la mañana después de la hora del almuerzo.
Los americanos del norte, cuya principal virtud, vamos a convenir que no es el pálpito lírico, tienen convertido el susodicho paraje en un amasijo de cemento y neón. Ni rastro de lúgubres caminos polvorientos, ni de carteles decrépitos de carcomida madera, coronados por la famélica silueta de un buitre, indicando las diferentes direcciones.
Y ahora que ya conocemos el origen del nombre de esta sección, que como estarán comprobando tiene mucho más de ecléctica que de dogmática, les informo de su periodicidad, que será quincenal, si es que la providencia, esa dama casquivana y caprichosa, no me conduce por otros vericuetos que imposibiliten que me pueda sentar a pergeñar estas letras. Quien esto escribe tiene muchos miedos, pero no es uno de ellos el tan cacareado terror a la página en blanco. Antes, al contrario: como precisamente le comentaba el otro día al señor director de esta publicación, a mí lo que me da auténtico pánico son esas ocasiones en las que no tengo más remedio que recortar texto.
Por fortuna, estas páginas digitales no son como sus antepasadas, aquellas entrañables páginas de papel ¿recuerdan?, siempre sujetas a la tiranía de lo finito, así que la única cosa que me da miedo agotar en esta sección es la paciencia del lector.
La temática que abarcaré en “El Diablo Sobre Teclas” será tan extensa que será todo y será nada; todo porque de todo hablaré con mucha literatura y poco academicismo y nada porque nada es la única cosa en la que soy un extraordinario, genuino y gran especialista. Y ahora, inevitablemente, debemos coger distintas direcciones en el cruce de caminos de la vida, pero si ustedes quieren, nos leemos en quince días.
Raúl García Castán