En Memphis, la sombra de Elvis es alargada, como su tupé. El recuerdo del de Tupelo (hay nombres que predestinan, en España también tenemos algún ejemplo en el ámbito de la política, hagan memoria) es omnipresente en el acervo espiritual de la ciudad, ciudad tan musical, por otra parte. Allí están los míticos estudios SUN RECORDS, donde Elvis hizo sus primeros pinitos musicales. Y allí está, por supuesto, GRACELAND, la mansión/refugio de más que dudoso gusto arquitectónico que el astro del rock, que en el fondo tenía un alma mucho más provinciana y conservadora de lo que la historia nos ha contado, se hizo construir para rebozarle por el morro su éxito a sus paisanos menphinitas, menphinenses, menphinianos o como coño se llame a los oriundos de Memphis. Así de mezquina es la condición humana, amigos, un hombre puede tenerlo todo, éxito, dinero, mujeres, poder… pero en el fondo lo que anhela de verdad es que los vecinos de su pueblo le reconozcan que ha triunfado. Pero no hablaremos hoy de la naturaleza humana, ni de música ni de músicos; ni siquiera hablaremos de Memphis como tal, aunque sí de un lugar concreto de la ciudad y de un suceso acaecido en él del que mañana se cumple el quincuagésimo sexto aniversario, si las matemáticas no me fallan. Efectivamente y como más de uno ya habrá adivinado, me refiero al asesinato del adalid de la lucha por los derechos civiles de los negros, el reverendo Martin Luther King. Sí, lo sé; soy consciente de que hablar de una figura histórica de este calado, en un tiempo y un país, cuya televisión pública emite un programa donde se busca al español más importante de la historia y al lado de Picasso, Severo Ochoa, Hernán Cortés, Cervantes o Isabel la Católica, aparece como una de las candidatas Mercedes Milá, puede parecer una marcianada por mi parte, pero aun a riesgo de ser objeto de la ira de los seguidores de Gran Hermano (el de TELE 5, no el de Orwell) hoy voy a hablar de la muerte de Martin Luther King y no de Mercedes Milá. El asesinato de MLK nunca ha sido esclarecido del todo y aunque el asesino oficial, James Earl Ray, que primero confesó y luego dijo pío, pío que yo no he sido, cumplió su condena en prisión hasta su muerte en 1998, hay numerosas voces –empezando por la esposa y los hijos del asesinado- que abogan por la veracidad de la teoría conspiratoria más plausible, es decir, que el ejecutivo de los Estados Unidos colaborase, cuando no directamente pergeñase, el homicidio del gran hombre, cuya figura resultaba francamente molesta y contraria a los intereses de un gobierno -y una sociedad- abiertamente supremacista en aquel momento. La CIA buscó y rebuscó, con ahínco digno de mejor causa, en los desvanes, en los sótanos y hasta en los entresuelos de la vida privada del líder negro, con la poco loable intención de poder imputarle alguna pifia, encontrarle algún vicio o encalomarle algún cadáver moral que minara su creciente buena reputación a ojos de la opinión pública, cada vez más escorada hacia los intereses de la causa de los derechos civiles de los negros. Nada. Ni sexo ni drogas ni rock and roll. MLK no bebía alcohol, ni fumaba (empezó a hacerlo al final de sus días, cuando el estrés y la presión del gobierno y la inquina de sus adversarios le resultaban ya casi insoportables); no se le conocían amantes y ni siquiera pudieron atribuirle relaciones políticas claramente reprobables, pues su condición profundamente religiosa le impedía sentirse cercano al comunismo, ese PIM PAM PUM oficial del ejecutivo estadounidense, aunque mantuviera una relación cordial con algunos líderes comunistas. El Hotel Lorraine, escenario del alevoso crimen, es de una sencillez conmovedora, rayana en lo austero; el típico alojamiento estadounidense de poca monta de película de los sesenta. Situado en una calle secundaria de la ciudad, el edificio se conserva exteriormente con el aspecto que se supone que presentaba el día del fatal suceso. Junto a la fachada principal hay aparcados dos coches de finales de los sesenta, no sé si los originales que utilizaron ese día el líder negro y sus colaboradores, y en el balcón de la habitación 306, que es donde MLK recibió el balazo que le costó la vida -en el cuello o en la parte baja de la cara, según las versiones- hay una corona de flores blancas, y algo más abajo, cerca ya de la entrada, un cartel donde se recuerda el luctuoso suceso. El edificio es, actualmente, la sede del Museo Nacional de los Derechos Humanos, y recuerdo que el día que fui a visitar el lugar, había en la acera de enfrente del edificio una señora con un tenderete lleno de pasquines, y en la mano un altavoz que utilizaba sin rubor para intentar disuadir a los incautos que nos aventurábamos hacia el interior del museo con la intención de visitarlo. La susodicha señora era de raza negra, así que descarto que la razón de su inquina contra el museo fuera su militancia en el Ku Klux Klan. Como nos increpaba en un “ameringlés» muy cerrado, y el acento de Memphis no se parece nada al de Segovia, no supimos cuál era la razón de su desacuerdo con la política del museo, que no visité finalmente no por los exhabruptos de la señora, sino disuadido por la innumerable cantidad de paneles y cartelitos explicatorios que atisbé desde la puerta antes de pagar la entrada. A mí es que me gustan los museos con cachivaches y muñequitos, qué le vamos a hacer. No obstante, el exterior del edificio, con todo el atrezzo representativo del día del asesinato, merecía mucho la pena, a pesar de los alaridos de la señora de la acera de enfrente, y el hecho de estar en el exacto lugar donde sucedió un acontecimiento que ha sido crucial en el devenir de la historia moderna fue muy emocionante para quien escribe. El “bueno” de James Earl Ray, fuera o no el asesino real de MLK, era un auténtico espécimen de eso que los estadounidenses, con harta mala leche llaman “white trash” o sea, basura blanca; un inadaptado sin oficio ni beneficio que había estado dando tumbos por ahí toda su vida. Según la versión oficial, James efectuó el disparo que acabó con la vida del reverendo Luther King desde la ventana del baño de un hotel que había enfrente del Lorraine, aunque según otras opiniones la detonación salió de la parte de atrás de un seto que había frente a la habitación del líder negro, seto que fue misteriosamente eliminado por las autoridades al día siguiente del crimen. Casualidades. Martin Luther King se encontraba en Memphis para apoyar con su presencia las reivindicaciones laborales de los servicios de limpieza de la ciudad y en el momento del asesinato, las 6 de la tarde, había salido a la terraza de la 306 del Lorraine a echar un pitillo, pues como comenté más arriba había empezado a fumar para atenuar un tanto la tensión inherente a su actividad social y política. Sus colaboradores se encontraban en ese momento dentro de la habitación, y al escuchar la detonación, salieron solo para encontrarse ya con el reverendo abatido en el suelo, con un agujero entre el cuello y la mandíbula. Una hora más tarde, MLK fallecía en el St Joseph Hospital de Memphis, sin que los médicos hubieran podido detener la hemorragia provocada por el balazo. A partir de ahí, la indignación impostada de las autoridades para alejar posibles sospechas y evitar probables disturbios, y la indignación real de la población pro derechos de los negros, que causó desórdenes y tumultos que costaron la vida de varias decenas de personas anónimas que, de alguna manera y aunque no sean recordadas por la historia, también pusieron su ladrillo en el edificio, de lenta y trabajosa construcción, de los derechos humanos. Al contrario que muchas otras personalidades históricas, veneradas en su momento, pero discutidas después a tenor de lo que se ha ido descubriendo sobre sus vidas, a veces no tan ejemplares como se suponía en principio, Martin Luther King ha mantenido incólume su prestigio social. Su figura se agiganta más y más en estos tiempos de enanos políticos, líderes de guardarropía y revolucionarios a la violeta, que arengan a las masas desde sus poltronas oficiales, sin nada que perder y mucho que ganar y que han convertido la política en una ciencia perversa y pervertida al servicio de sus propios intereses. Nada más lejos de mi intención que ponerme dogmático y mucho menos aún ñoño, pero, ¡qué quieren! es que hay comparaciones que más que odiosas son ociosas. Por lo evidentes.
Raúl García Castán