Lo de pasar a la historia es algo que pocos logran, y de entre esos, muchos hubieran preferido no hacerlo. Solamente un puñado lo logran autoproponiéndoselo. Es lo que tiene la Historia, con mayúscula, que no la escribe uno mismo, sino que, por lo general, la escriben otros sin preguntarte y que, además, suelen ser los vencedores.
Por mucho esfuerzo que se ponga en impedirlo, la verdad se abre paso, aún con la dificultad de atravesar los cascotes en que el tiempo transforma las civilizaciones, generalmente sorteando censuras y piras de libros convertidas en fogata por quienes, en cada momento, han alcanzado una posición que se lo permitía.
Otras veces, sin embargo, es más fácil que triunfe el simple rumor o la maledicencia, cómodamente transmisibles, de digestión ligera y superficie adherente que se pega a las neuronas y se hereda generación tras generación.
Tácito dejó escrito que “Mientras unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Y unos y otros son exagerados por la posteridad”, lo que Voltaire resumió con una certera máxima: “Calumnia, que algo queda”.
Vano es preocuparse por lo que se dirá de nosotros en el futuro, pues ni siquiera el tiempo termina poniendo definitivamente las cosas en su sitio y por ejemplo, hoy, más de 20 siglos después de la muerte del primer emperador romano, César Augusto y de su segunda esposa, Livia Drusila, por más que su coetáneo Tito Livio atestiguara por escrito los sucesos que acontecían por entonces, hay quien cree firmemente que la emperatriz consorte era una asesina en serie, prefiriendo dar crédito a Tácito, quien nunca la conoció a ella ni a nadie de la por entonces caída dinastía Julio-Claudia.
Sólo una cosa puede afirmarse con certeza sobre la historia, que sus protagonistas tienden a yacer bajo tierra, y difícilmente pueden hacer correcciones sobre lo escrito. Aún en la convicción de la existencia de la vida eterna, no se conoce caso alguno probado de protagonista, que hubiera hecho correcciones en su biografía, ni tenemos indicio cierto de si la disconformidad con lo acreditado les perturba, en alguna medida, durante su descanso eterno.
Huero parece el interés personal por dejar huella en los textos, y generalmente inútil el empeño en escribir autobiografías, por más que la tecnología pone al alcance de cualquiera escribir páginas inmateriales en la Wikipedia, moderna versión virtual de las enciclopedias, en las que muchos adornan sus vidas con la esperanza de trascender, tal vez, al juicio presente de sus contemporáneos.
En una entrevista radiofónica, el escritor y exministro de Cultura del primer gobierno de Sánchez, D. Máximo Huertas, contó que, al verse con él tras su cese, éste «empezó a hablar de él mismo, de cómo le vería la historia en el futuro».
Cito al Excmo. Sr. presidente del Gobierno de España, D. Pedro Sánchez Pérez-Castejón en una entrevista en RTVE: «Una de las cosas por las que pasaré a la historia es por haber…”, no importa lo que viene a continuación de los puntos suspensivos, mucho se ha escrito sobre ello y seguro que Ud. lo sabe, pero la cuestión es ¿Alguien lo recordará? ¿Aparecerá eso, o cualquier otro de sus sueños de trascender, en los libros futuros que relaten nuestro devenir presente? Ni siquiera él lo sabe.
Pasar a la historia puede referirse a adquirir gran importancia o eminencia, pero también a perder el interés por completo. Groucho Marx resumió su trayectoria vital con una de sus genialidades: “Surgiendo de la nada, hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria”. Parafraseando al insigne cómico, hay quien, en el esfuerzo de alcanzar la posteridad, consigue alcanzar la más elevada cumbre de la irrelevancia.
En el Museo Arqueológico Nacional de España en Madrid, podemos contemplar una estatua sedente de Livia, siendo considerada una de las más hermosas efigies de la mujer del emperador Augusto. El tiempo dirá si nuestros biznietos contemplarán la efigie del esposo de Begoña Gómez, presidiendo alguna plaza importante, o ni siquiera leerán una línea sobre él en sus los libros escolares, por muchos deseos que el protagonista tuviera de trascender a su época.
En el caso del presidente, no apuesto por ninguna posibilidad, en el fondo da igual si termina esculpido en mármol en forma de estatua propia, junto a la figura de Colón en Barcelona, compitiendo por la admiración de los viandantes, con su brazo derecho extendido y su dedo índice señalando al Este, siempre a la izquierda, timón a babor…, o si el relato de sus hazañas acaba resumido en una nota trivial al margen de algún comic alternativo. Por desgracia no viviré para verlo. Hoy, lo que me gustaría es que, de pasar a la historia in vivo, Sánchez lo haga pronto. Con mis mejores deseos de larga vida, felicidad y prosperidad para él y su familia.
Javier López-Escobar