La mayoría ya no lee textos de más de dos líneas; muchos se cansan en la tercera palabra si intentamos expresar una idea compleja. En cambio, cualquier apelación a los sentimientos, banderas, equipos deportivos o la persona de algún político, actor o famoso genera un aluvión de comentarios. Sin sacar nada en limpio, los usuarios desahogan sus frustraciones, incrementando los beneficios comerciales del anunciante de turno. Así crecen las ventas de preparados que ayudan a la función cerebral normal, mientras decae la inteligencia media, incapaces de fijar su atención en nada durante más de unos pocos segundos.
A nuestro alrededor vemos cabezas inclinadas, fijan su mirada en la pantalla, absorbidos por un scroll infinito de contenido dudoso, mientras caminan, pasean al perro, a los niños o cruzan la calle; en la mesa, mientras se sientan a ver la televisión sin mirarla, en el excusado y hasta en la piscina o la playa, dentro del agua. Consumidores voraces del último “meme que se ha hecho viral”, frase esta que hace pocos años hubiera suscitado un sonoro ¿Queeeeé?, y que ahora entiende todo el mundo.
¿Qué es lo que iba a hacer yo ahora? Es, tal vez, la frase que más repetidamente utilizamos al mirar la pantalla del móvil, lo sacamos del bolsillo para llamar al médico y terminamos enredados mirando vídeos de gatitos que se caen de los árboles. El ruido es tal, que es imposible mantener la calma necesaria para analizar cualquier tema. La velocidad con la que se suceden los acontecimientos hace que cualquier conclusión que pudiéramos obtener, quede obsoleta en minutos y, en el mejor de los casos, será apresurada y olvidada unos instantes después.
Las redes sociales están controladas por algoritmos que determinan qué se publica, cuándo sale a la luz, dónde puede encontrarse y quién lo ve, con el único fin de aumentar la visibilidad de la publicidad de las empresas que pagan. Priman las respuestas emocionales sobre las demás y las premian con mayor difusión, en la certeza de que son más atractivas que los razonamientos serios. No hay filtros que discriminen la verdad de las noticias falsas.
El talento y la conversación constructiva quedan al margen, el emisor del mensaje queda satisfecho con un puñado de “me gusta”, sin detenerse a comprobar quienes son esos desconocidos que, guiados por un opaco código informático, supuestamente le prestan apoyo, mientras su autoestima queda reforzada si obtenemos la recompensa esperada. En caso contrario se incrementa nuestra ansiedad pudiendo afectar a nuestro bienestar emocional. La comparación constante con los demás puede acabar perturbando nuestra salud mental.
Lo normal, ante cualquier asunto que se comparta en redes, no es obtener respuestas pertinentes con argumentos sólidos, sino réplicas entusiastas, a favor o en contra. Bajo la apariencia de un debate, se produce un griterío donde cualquier posibilidad de entendimiento se pierde en una avalancha de insultos.
Cualquier mensaje con vocación informativa, que pretenda promover debates serios, rara vez tiene éxito, salvo que algún kamikaze entre a saco y responda con algún exabrupto, que será celebrado y pasará a ser el protagonista del sucesivo hilo, incrementando la audiencia mientras se pierde el camino.
El aire se llena de palabras vacías que buscan agitar o politizar todos los ámbitos de nuestra vida, apelando a las emociones básicas, mientras se ocultan las verdaderas intenciones de quienes las emiten y se renuncia a resolver problemas reales, distrayendo nuestra atención. Se apela al enemigo, se buscan culpables, se promueve el belicismo, se siembra la discordia y así se abona el terreno para medrar, sin ofrecer nada real a quienes les sostienen.
En muchos casos las redes son terreno abonado de dogmas efectistas, frases manipuladoras, laboratorios políticos de ideas que construyen relatos ad oc, ejércitos de asesores gubernamentales emisores de opinión sincronizada, aceleradores del extremismo que aumentan la polarización política y mantienen a la sociedad agitada, discurriendo errática y acelerada hacia ninguna parte, incapaz de dialogar, de aprender, de progresar…, pero presta a comprar o a votar sin pensar. ¡Carpe diem!
Pero no se me asuste, aunque el tema es complejo y abarca múltiples dimensiones, también tiene facetas muy positivas. Casi todo lo que he escrito en los párrafos anteriores podría haberse redactado resaltando las enormes posibilidades y oportunidades que esta tecnología nos brinda y que quizá trate en otro artículo, por el momento simplemente le recomendaré usar las redes con prudencia y detenerse un momento a pensar antes de pulsar el botón “enviar”.
Javier López-Escobar