Si le hablo de guisantes verdes y amarillos o lisos y rugosos, seguro que evoco en su memoria el nombre de un fraile agustino, Gregor Mendel, quien a mediados del siglo XIX dedicó parte del tiempo que tenía entre rezo y rezo, a la observación de la transmisión de ciertos caracteres, que llamó genes, propios de los guisantes que cultivaba en el jardín de la abadía de Brno, importante ciudad del desaparecido Imperio de Austria y hoy la segunda en población de Chequia. En 1865 publicó sus estudios y enunció las tres leyes que todos aprendimos en el bachillerato y que sentaron las bases de lo que más tarde William Bateson denominó Genética.
Mendel conocía bien los trabajos de Darwin, apellido que todo el mundo reconoce como el del padre de la teoría de la selección natural, expuesta en 1859 en “El origen de las especies”, que acabó con los presupuestos de Lamarck y su hipótesis de la herencia de los caracteres adquiridos. ¿Recuerdan aquello de que las jirafas tienen el cuello largo porque sus ancestros trataban de estirarlo para alcanzar las ramas altas?
En 1910 Thomas Hunt Morgan demostró que los genes, responsables de los caracteres que manifestaban los seres vivos, residían en los cromosomas. Pero hasta 1952 no se determinó que la información genética moraba en el ADN, como demostró Hershey-Chase. El 28 de febrero de 1953 Francis Crick exclamó ante sus colegas reunidos en el Eagle Pub de Cambridge que James Watson y él habían “descubierto el secreto de la vida”, refiriéndose a la estructura del ADN en doble hélice, con la que se granjearon el Premio Nobel de Medicina de 1962.
La Genética, cuando la estudié en la facultad hace más años de los que me gustaría reconocer, era una rama de la Biología bien consolidada, su relación con la evolución de las especies era innegable. Con ella parecía que habíamos encontrado todas las piezas necesarias y el camino diáfano para avanzar con pasos de gigante en una senda de progreso esperanzador hacia una sociedad floreciente, sin enfermedades, capaz de dominar la naturaleza y someterla. Teníamos en nuestras manos el libro de instrucciones de la vida.
Con estos presupuestos, investigadores de todo el mundo se propusieron dibujar el mapa genético de todos los seres vivos, empezando por los más sencillos, buscando los más útiles y, por fin, en 1990, “El Proyecto Genoma Humano” comenzó con el objetivo de cartografiar la secuencia completa de nuestro ADN, el manual técnico de instrucciones para hacer un ser humano.
Trece años más tarde, en 2003, se publicaron los resultados: el número total de genes que codifican proteínas en el organismo humano era de 20000 frente a los más de 100000 esperados. ¿20000? ¿Seguro? ¿Han contado bien? ¿Solo 20000 genes para construir un ser humano? ¡Son muy pocos! Son los mismos que los del nematodo Caenorhabditis elegans, de un milímetro de tamaño; un plátano tiene 36000 y una rata 30000 …
¿Qué está pasando, no estaba todo claro? Pues no, ¡ha caído a plomo el dogma central de la Biología Molecular!, todo está otra vez patas arriba. Avanzando en la búsqueda de respuestas, lo que hemos encontrado es otra pregunta mucho más grande. Hay que revisar todo y ver cómo lo explicamos. Tenemos que reescribir la Biología por completo.
La “Epigenética” es una disciplina moderna que, en resumen, postula que un gen concreto no expresa literalmente una proteína, sino tal vez docenas o más diferentes. Junto con esos genes codificantes de cadenas de aminoácidos, coexiste un número mucho mayor de otros, cuyo papel se desconoce, que no se traducen en proteínas sino solo en ARN. Todos ellos forman parte de un sistema regulado por un complejo mecanismo bioquímico, en el que intervienen otras muy diversas moléculas orgánicas, para conseguir que unos planos aparentemente sencillos puedan ser interpretados de múltiples y diferentes formas para dar lugar a algo enormemente más complejo que un plátano.
Un pequeño detalle más, resulta que ese proceso de regulación epigenética está fuertemente sujeto a las influencias del entorno, tales como la alimentación o, más generalmente, los modos de vida. El ADN no es tu destino, tu forma de vivir influye en el funcionamiento de tu genoma (¡Deja de fumar ya!), lo que le puede hacer adquirir nuevos caracteres según convenga.
Inesperados atributos que, en contra de lo que creíamos, ¡además se pueden transmitir a la descendencia! ¡Lamarck 1, Darwin 0! Términos como mutación, azar o error usados habitualmente para explicar la evolución han perdido por completo el sentido. ¿Enterramos a Mendel, a Morgan, a Watson, a Crick…? ¡Tampoco es eso! Sin ellos habría sido imposible recorrer esta nueva senda.
Frente a una humanidad hambrienta de axiomas, que tiene pánico al cambio, y es ferozmente conservadora, la Ciencia no ofrece certezas, solo aumenta las preguntas. Tras cada cumbre que coronamos aparece la ladera de una montaña aún mayor. Lo que parecía absurdo sucede y lo que creíamos entender resulta ahora incomprensible.
¡Queda tanto por saber!, y eso es lo más apasionante. La ciencia sigue teniendo por delante un gigantesco universo por descubrir, conocer y mostrar. No está todo escrito ¡Ni mucho menos! Los avances en inteligencia artificial seguramente volverán a echar por la borda todo lo que damos por hecho, pero nos ayudarán a encontrar mejores explicaciones a lo que ocurre en este gigantesco cosmos en el que solamente somos una especie más, recién llegada a un diminuto planeta, que orbita una estrella menor en el extrarradio de una pequeña galaxia entre millones, pero con vocación de ir ¡Hasta el infinito y más allá!
La ciencia no es cuestión de fe, si acaso de esperanza. También es un eficacísimo antídoto contra la soberbia y un buen acelerante de la humildad, al contrario que la política. Por eso, este segundo artículo de 2025 he preferido escribirlo sobre genética.
¡Feliz año!
Javier López-Escobar