La lucha contra las grandes empresas, los grandes líderes, las grandes potencias, los grandes privilegios, las grandes desigualdades…, es bandera permanente de muchas personas que identifican todos esos fenómenos como causa de la infelicidad de quienes no gozan de tales prebendas. Sin rubor defienden que hay que acabar con los ricos, los poderosos, los oligopolios, los grandes propietarios, las fusiones bancarias, las macrogranjas, las megafactorías, las multinacionales, las enormes metrópolis, los hipermercados, las élites. Estos, los grandes, según ellos, son los causantes de todos los males de los pequeños, promotores de injusticia, obstáculo en el camino a la felicidad y vía a la deshumanización.
Como alternativa, promueven la recuperación de la vida sencilla, los productos de proximidad, la buena vecindad, el contacto con la naturaleza…, y, por supuesto, la sanidad y la educación exclusivamente públicas, universales y de calidad.
- ¿Y eso le parece mal a usted? ¿Acaso defiende a los ricos y aborrece a los pobres? ¿Es usted un ultrafacha servidor del opresor?
- ¡Pare el carro! ¡De ninguna manera! ¿Cómo me va a parecer mal que todo el mundo tenga una vida decente, justa, feliz, natural, con sus derechos garantizados, su salud protegida y la cultura y educación como fundamento de la convivencia? ¿Cómo renegar de un mundo sin armas, ni conflictos, sin pobres ni ricos, libre, con verdes paisajes, aire sano, agua limpia, niños y niñas alegres, y alimentos naturales de temporada y proximidad, obtenidos de forma respetuosa y sin sacrificio animal?
El caso es que, por más que he buscado, no he encontrado ni lugar ni momento alguno en la historia en que tal nirvana haya podido ponerse en marcha de forma real y sostenida. ¿Qué es lo que pasa? Me temo que, si repasamos todo lo dicho con un poco de atención y algo de perspectiva, podremos darnos cuenta de que mucho de lo expresado responde más a un anhelo idealizado que a un plan viable. Es poco más que humo, apenas un saco de vaguedades, un puñado de generalidades que dibujan un paisaje naif, más parecido a las estampas de un cuento infantil que a las ilustraciones de los libros de historia.
Si rascamos un poco y por las rendijas atisbamos lo que hay detrás, tal vez nos percatemos de que las soflamas progresistas no son más que excusas para distraer al personal y hacer que se arrime a las posiciones de quienes las promueven para ser sostén de su cómoda existencia. Se buscan acólitos bienintencionados que soporten el peso de líderes cuyo único objetivo vital es vivir del cuento y trabajar lo menos posible.
Esa casta, improductiva y parásita, es la que realmente provoca su infelicidad. Piénselo un momento. ¿A usted qué más le da que Jeff Bezos haga turismo espacial? Y, lo que me interesa más: ¿A usted en qué le beneficia que no lo haga? ¿Acaso es más feliz si el propietario de Amazon no sube al espacio que si se acomoda en un cohete con unos amigos y se eleva hasta la estratosfera?
No conocemos de verdad a los grandes con los que nos amenazan: Donald Trump, Vladimir Putin, Elon Musk, Xi Jinping, Volodímir Oleksándrovich Zelenski, Giorgia Meloni, Benjamin Netanyahu, Javier Milei o Recep Tayyip Erdogan. Desconocemos a esos “megárricos” que, al parecer, rigen nuestros destinos y que dicen que andan por ahí comprando voluntades. Tan solo tenemos de ellos impresiones mediatizadas, difundidas por canales controlados, que sólo muestran lo que quieren enseñar. No conocíamos tanto al Papa Francisco como creemos y León XIV está por aún descubrir. Sabemos de ellos lo que nos cuentan, y el relato suele distar mucho de ser riguroso, completo, imparcial, veraz y desinteresado.
¿No se le ha ocurrido pensar que tal vez, en realidad, todos esos grandes nombres se correspondan con personas un poco más pequeñas? Me refiero a que en muchos más aspectos de los que imaginamos, tal vez sean como usted y como yo, en esencia igual de pequeños, pero con algo más de suerte. Ni mejores ni peores. En mi experiencia, los poderosos, en las distancias cortas, no tienen nada de especial, créame. Quizás haya alguna excepción, quizá Pedro Sánchez sea la que confirma la regla, o puede que no, acaso solo esté pecando de cierto sesgo ideológico.
Grandes y pequeños, cada uno es una u otra cosa según con quién se compare y siempre habrá alguno interesado en sesgar su entendimiento en uno u otro sentido, dependiendo de lo que quiera sacarle. Grande no es malo o inmoral, solo mayor, pequeño no es bueno o virtuoso, solo menor. Parece y es una perogrullada, pero quizá pensemos poco en ello.
Si miramos cerca, no más de 50 metros a nuestro alrededor, los ojos apenas alcanzarán a mostrarnos algún vecino, pocos edificios, un puñado de coches, comercios, desconocidos, un par de árboles y, salvo excepciones, ni rastro de todos esos grandes y abstractos gigantes, opresores del trabajador, que otros invocan y dicen combatir para que estemos protegidos.
Hoy me apetecía despejar un poco las ideas, volver a lo sencillo, elevar la mirada sin prejuicios y agradecer todo lo bueno que los grandes —personas, empresas, instituciones— producen, para que los pequeños podamos seguir disfrutando de una vida decente. La bondad, el amor y la equidad, así como el odio, la maldad y la injusticia, están en el corazón de cada cual y no dependen de su tamaño.
Procuremos que esos 50 metros a nuestro alrededor sean mejores, convirtámoslos en ocasión de construir vínculos y cooperar. Convivamos con grandes y pequeños, enseñemos a los primeros cómo ayudar a los segundos y escuchemos menos a los agitadores que pretenden vivir a nuestra costa a base de crear enemigos ilusorios y paraísos inalcanzables para enfrentarnos. Puede que por ese camino dejemos una huella que realmente merezca la pena.
Javier López-Escobar
