El título de “peor mago del mundo” lo ostenta con orgullo Lioz Shem Tov, un mago israelí aparentemente poco habilidoso y de estilo nada convencional. Es conocido por sus trucos fallidos y durante mucho tiempo pasó desapercibido para el gran público. Su participación en el concurso de comedia “Last Comic Standing”, de la NBC, donde llegó a las semifinales, catapultó su popularidad en redes sociales. No alcanzó el beneplácito del jurado para ganar la competición, pero sí se ganó el favor de un público que no ha parado de crecer desde entonces.
No es fácil ser mago, y mucho menos ser un buen mago. Se requiere una combinación de numerosas habilidades técnicas, cualidades personales y un profundo conocimiento de su arte. Además de la destreza manual y la capacidad de crear ilusiones, un mago exitoso debe ser un comunicador hábil, un artista persuasivo y un estudioso dedicado.
Y aun poseyendo las necesarias habilidades, si no se es constante y se avanza sin cesar, el mago perderá su magia. Un fracaso en el escenario puede condenar al artista al olvido o, en el peor de los casos, a ser recordado únicamente por ese último truco fallido. Hace no mucho, un afamado mago indio llamado «Jadugar Madrake» se sumergió en el río Hugli para realizar un número de escapismo, emulando al célebre Harry Houdini. Después de dos días de intensas labores de búsqueda, la Policía logró encontrar su cuerpo sin vida. Él mismo había dicho: «Si llego a liberarme, será mágico. Si no lo logro, esto será trágico».
En España también tenemos algún que otro aprendiz de mago que, tras un incomprensible éxito, más avalado en los concursos por el pueblo que por los jueces, ha terminado por enseñar el doble fondo, defraudando a propios y extraños. Hace poco más de 7 años, un mago especializado en el arte del trilerismo, trató de hacer desaparecer una urna tras una cortina, ante lo cual fue expulsado del escenario. Sin embargo, como le ocurrió a Lioz, logró alcanzar el favor de la militancia, después de un publicitado viaje en un Peugeot, acompañado de otros aspirantes a prestidigitadores.
Poco tiempo después, reapareció y ya no pudieron evitar que el público le votara. Es lo que tienen los concursos como Eurovisión, que cuando el pueblo vota sin demasiado control en el escrutinio, puede resultar ganador el que menos se espera, imponiéndose al criterio de los jueces profesionales. Así son estos concursos y las llamadas primarias.
A partir de ahí, el equipo de ilusionistas aficionados empezó a desplegar su arte, al principio muy torpemente, con inseguridades y balbuceos, hasta que le cogieron el tranquillo y empezaron a hacer desaparecer los dineros públicos a la vista de todos, con el ferviente aplauso de la afición, jaleada por un selecto grupo de regidores que les indicaban cuándo aclamar.
No ha habido palo que no hayan tocado: practicaron la piromancia al incendiar los discursos políticos; la hidromancia, al fugarse de las plazas inundadas; la geomancia, que hace desaparecer el suelo dedicado a vivienda; o la anemancia, cambiando el discurso según de dónde sople el viento. Tampoco han olvidado la alquimia, transformando al parado en fijo discontinuo demandante de empleo, la cronomancia, mediante la revisión de la historia, la electromancia, haciendo desaparecer toda la electricidad del país en milisegundos o parando trenes por sorpresa aquí o allá, la cartomancia, colando una amnistía en la Constitución o la nigromancia, convirtiendo a los herederos de demonio terrorista en interlocutores privilegiados.
A las escuelas de Hogwarts, Ilvermorny o Beauxbatons, habría que añadir las de Ferraz y La Moncloa, donde un equipo especializado en el arte del engaño trabaja con tesón en todo tipo de conjuros y encantamientos, retorciendo el lenguaje e inventando cuentos que los voceros de la casa repiten con dedicación casi litúrgica.
Pero como le pasó al pobre Jadugar, que en paz descanse, el pasado martes 17 de junio, el telón se vino abajo y quedaron al descubierto todas las malas artes de aquel cuarteto que inició la gira por provincias hace 7 años hasta conseguir establecerse en la capital con espectáculo propio. Aquel mago que quería pasar a la historia como uno de los más celebrados, prestidigitador, equilibrista, mejor bailarín de platos que los del Circo Nacional de China, ha visto cómo toda la loza se hacía pedazos en el suelo. Los que antaño le admiraban, hoy le miran con recelo y comentan, para quien quiera oírlo: «Es como si se le hubiera acabado la magia».
Así es, no tiene remedio. Solo cabe terminar lo más dignamente posible este triste espectáculo —si es que sus protagonistas y cómplices no acaban entre rejas—, y reabrir el teatro con intérpretes nuevos. Dar tiempo a la organización para recomponerse y, mientras tanto, permitir que el pueblo se pronuncie en elecciones sobre quién debe ocuparse de las cosas de comer.
Eso sí, tal vez esta vez convendría elegir a alguien menos virtuoso y más normal, que no dé espectáculos y que trabaje por el bien común.
Javier López-Escobar. Padre de un buen mago
