Hace algún tiempo publiqué un artículo sobre el cambio climático. Hoy, antes de iniciar la pausa veraniega, me apetecía darle otra vuelta al tema, con el ánimo de fundamentar un poco más mi propia opinión al respecto.
Si retrocedemos en el tiempo unos cuatro mil quinientos millones de años, encontraremos una pequeña estrella en un suburbio de lo que hoy conocemos como Vía Láctea. Alrededor de ella comenzó a tomar forma un cúmulo de rocas incandescentes, polvo y gases que quedaron atrapados por la gravedad del Sol. Con el tiempo, aquel conjunto cristalizó en un planeta mediano, que gira desde entonces en la órbita de Helios, ni muy lejos ni demasiado próximo.
De los primeros quinientos millones de años de nuestro planeta no queda huella alguna. Los materiales que lo conformaron estaban en proceso de consolidación. No había ni siquiera una corteza ni, mucho menos, agua líquida abundante.
Gaia, la madre de todos los titanes, tardó otros mil quinientos millones de años en enfriar su capa exterior lo suficiente como para formar Vaalbará, el primer supercontinente, y dejar que el vapor de agua se condensase en un gran océano, mientras que la atmósfera era muy densa; estaba formada por emisiones volcánicas y gases como metano, amoníaco, dióxido de carbono y vapor de agua, todos de altísimo efecto invernadero, sin rastro de oxígeno. Al final de ese período, la Tierra era un planeta muy caliente y hostil.
De un modo aún por determinar, en ese gran mar abrasador y primitivo —llamado Panthalassa, muy salado y cargado de lo que hoy consideraríamos contaminantes— con la colaboración de erupciones volcánicas masivas y reacciones químicas violentas, surgieron algunas moléculas orgánicas. Más tarde, éstas dieron lugar a organismos simples, pero capaces de tomar energía del exterior (luz y calor) y aprovecharla para construir su propia maquinaria, multiplicarse y extenderse. La materia prima que utilizaban era el CO2, del que extraían el carbono como base estructural de estos seres, mientras se deshacían de la mayor parte del peligroso oxígeno —molécula hiperreactiva capaz de oxidar todo y arruinar su frágil organización—.
Durante dos mil millones de años, esas estructuras —que hoy conocemos como «vida»— eliminaron casi todo el dióxido de carbono de la atmósfera y la llenaron de oxígeno. Al final de ese proceso, el CO₂ apenas representaba un 0,035 % de los gases, mientras que el oxígeno alcanzó un 21 % de concentración, enfriando notablemente el ambiente.
A partir de ese punto, esa vida primitiva también empezó a diversificarse y a ocupar cada rincón disponible para colonizar los nichos más inverosímiles. Aún sorprende a la ciencia haber encontrado bacterias y hongos capaces de sobrevivir en el espacio exterior, sobre los fuselajes de la desaparecida estación MIR o de la Tiangong, estación espacial china aún en servicio y, más recientemente, en agua pesada.
No hay límite para aquello que nació hace algo más de tres mil quinientos millones de años y que, durante ese tiempo, mutó esta roca que gira en torno al Sol en algo completamente diferente al resto de cuerpos celestes que nos acompañan en el Sistema Solar.
Ese impulso modificador de cuanto rodea a los seres vivos incluye lo que llamamos «clima», que tal y como lo conocemos es, pura y llanamente, el resultado de la actividad biológica a lo largo del tiempo. Sin ella, esto no sería más que una mezcla entre el tórrido Venus y el desértico Marte. Las famosas glaciaciones se atribuyen a la desaparición del CO2 y de otros gases de efecto invernadero, provocada por la expansión de los seres fotosintéticos. A esa desaparición también contribuyó el surgimiento del caparazón y los huesos, formados por carbonato cálcico, cuyo acúmulo dio origen a toda la roca caliza de la superficie de la Tierra. Tal es el poder reconfigurador de los vivientes: solo necesitan el tiempo suficiente.
Hace unos doscientos mil años, tal vez en África, el Homo sapiens comenzó su prehistoria. Esta especie, de la que formamos parte, inició rápidamente su expansión y fue desarrollando paralelamente la cultura y la tecnología que la caracterizan, lo que le permitió extenderse por todo el territorio e incluso poner un pie en la Luna.
Ese camino —al igual que el que se inició en la sopa primigenia— también ha sido profundamente transformador, tanto o más que el de sus predecesores. Sin embargo, existe una diferencia esencial: ha sido mucho más rápido. Las alteraciones que, antaño, tardaban cientos de miles de años en consolidarse, ahora se producen en pocas décadas. La acción humana a partir de la revolución industrial es un hecho; está violando ritmos que tardaron eones en consolidarse. Hoy muchos se refieren al Antropoceno como el periodo en el que el ser humano se ha convertido en la principal fuerza geológica.
¿Se da cuenta de la magnitud de este desequilibrio temporal? Se lo aclaro, comenzando en el instante en que el primer ser humano hoyó el suelo terrestre, ha transcurrido tan solo el 0,0000044 % del tiempo total desde el nacimiento de la Tierra hasta hoy; equivale a menos de un segundo en una vida de cien años. Durante el 99,9999956 % del tiempo anterior no hubo humanos.
¿Conviene preocuparse o no? Pues según se mire, al conjunto de los seres vivos —tomados como sistema— le da igual; tiene todos los escenarios ensayados y es capaz de regenerarse aquí o en cualquier otro lugar. Cualquiera de esos pequeños seres vivos, que prosperan en el frío metal exterior de una nave espacial o en el agua pesada, pueden iniciar el camino aquí o en otro planeta. Solo se requiere tiempo.
A nuestra especie sí debería preocuparle, pues de ello depende nuestra propia supervivencia. No me refiero al sinsentido de las peleas teatralizadas entre los negacionistas y los predicadores del apocalipsis, que solo está consiguiendo que algunos vivan del cuento a costa de los demás, mientras no mueven un dedo para garantizar nuestro futuro.
Me temo que hace falta algo más. Se necesitan reformas globales de gran calado, mucho más allá de campañas de reciclaje, de economía circular o de fomento de los paneles solares en una pequeña parte del mundo desarrollado. ¿Podemos revertirlo o controlarlo? No sé si estaremos a tiempo. Pero sí creo que es urgente dejar de discutir y empezar a hacer. Queda dicho.
Javier López-Escobar
Ldo. en Biología y Geología
