50 años de la muerte del dictador en la cama

De puertas afuera, las dictaduras suelen clasificarse con ligereza: «de izquierda», si afirman ser anticapitalistas, o «fascistas», si se autodenominan anticomunistas.

De puertas adentro, sin embargo, un ciudadano de a pie apenas nota la diferencia, sobre todo si no es de los que, qué fastidio, reclaman libertades civiles. Solo quienes osan cuestionar el statu quo y sus allegados sufren represión, violación de sus derechos y, en el peor de los casos, el exilio, el encarcelamiento, la tortura o la muerte. Una lista de «beneficios» que es, francamente, poco apetecible.

Con el paso del tiempo, a veces mucho, algunos sistemas totalitarios colapsan por quiebra económica, sumiendo a la mayoría de la población en la pobreza extrema, abandonada a su suerte tras la huida de los opresores. Otros, para deleite de los historiadores más sanguinarios, se derrumban entre cruentos enfrentamientos y linchamientos populares de líderes hasta entonces intocables.

En los países democráticos suele haber grupos en los extremos del arco político que suspiran por unos u otros dictadores. Hay quien va por ahí añorando a Franco, Pinochet o al mismísimo Hitler, como si fueran viejos tíos entrañables, cuyas virtudes hicieran perdonar sus crímenes, y quienes se enorgullecen de Stalin, Ceaușescu o Mao Zedong, olvidando sus correspondientes fosas repletas de cadáveres. Es curioso cómo la nostalgia siempre elige al tirano apropiado.

No faltan en España los que aplauden a Nicolás Maduro, Daniel Ortega o Miguel Díaz-Canel frente a los que añoran un mundo regido por un híbrido de Viktor Orbán, Javier Milei y Donald Trump. La colección de fetiches autoritarios es, al menos, variada.

En el siglo XXI, la ideología de un régimen es solo una herramienta, simple atrezzo para justificar la permanencia en el poder. La mayoría de los gobiernos no democráticos se centran en el autoritarismo, la corrupción, el nacionalismo y el control social, más que en un programa económico estricto de izquierda o derecha. Los tiranos modernos son prácticos, especialmente con sus bolsillos.

En la mayoría de los casos, su permanencia está vinculada a relaciones de sus élites con el tráfico de armas, de drogas o de personas, olvidando por completo cualquier acción de gobierno real que suponga alguna mejora para sus ciudadanos. Las mujeres afganas han pasado a ser menos que meras cabras del rebaño de señores de la guerra que trafican con opio. Más de 8 millones de venezolanos han tenido que huir de su país y hoy Caracas es una de las ciudades más peligrosas del mundo. ¡Qué elegantes efectos secundarios tiene el «control social»!

No hay apenas ningún país en África en el que se pueda decir que se respetan los derechos humanos ni cuya sociedad haya iniciado una senda de progreso en democracia. Quizás China pudiera asemejarse a un modelo de éxito totalitario, pero eso se olvida pronto si miramos con detalle la vida de sus ciudadanos y recordamos los más de 55 millones de compatriotas víctimas de las hambrunas y la Revolución Cultural. Algunos éxitos son demasiado caros.

No creo que ninguna de las personas que haya llegado hasta aquí sea de las que preferirían la España de los años 60 a la de 2025, por muy malo que sea nuestro presidente. Es posible que vea con añoranza episodios de su infancia y su juventud vividos durante la dictadura (le aseguro que le pasaría lo mismo si fuera usted francés), pero de ningún modo cambiaría su libertad de hoy por la «seguridad» de entonces. La nostalgia es libre, la libertad no tiene precio.

Tenemos problemas, muchos y serios, no podemos negarlo, y por todas partes emergen aspirantes a tirano con tentación de volver al autoritarismo. Las actitudes antidemocráticas de algunos y los comportamientos autocráticos de otros nos están haciendo caminar por el filo de la navaja, pero no es el momento de acobardarse, sino de fortalecer las instituciones y de recuperar la senda correcta. Sin pronunciamientos, sin soflamas, sin linchamientos, sin sangre.

¿Pero cómo? ¡Con el voto! ¿Y a quién votamos? ¡Fácil! A cualquiera que no muestre una pasión desmedida por Maduro o por Milei, a quien entienda que Putin, Daniel Ortega, Nayib Bukele o Ferdinand Marcos no son buenos ejemplos. En definitiva, a cualquiera que no señale a otro como responsable de todos los males. Una tarea sencilla, ¿verdad?

Le aseguro que, si examina con calma el panorama político español, reconocerá las opciones adecuadas: son las que hablan de sus problemas y no de usted. Son los que no buscan excusas ni se esconden tras el fantasma del dictador fallecido hace 50 años. Son aquellos que algunos llaman moderados. Son quienes ofrecen soluciones. Ponga usted las siglas.

Javier López-Escobar

Ciudadano moderado mientras no le toque las…

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