Hace 2025 años, según la tradición cristiana, nacía en Belén un niño que cumpliría todas las profecías de los textos antiguos. Miqueas, Oseas, Jeremías, Isaías, entre otros, habían anunciado la llegada del Salvador.
Sí, ya sé que la fecha no es correcta, que pudo ser antes o después, que lo del 25 de diciembre no es verdad, que si solsticio de invierno, que si las Saturnales y el Sol Invictus, que bla, bla, bla… ¿Pero a quién le importa? Seas o no creyente, profeses la religión que profeses, si estás leyendo esto puedo afirmar que vives en un mundo profundamente deudor de aquel hecho.
Por aquel entonces el mundo civilizado, a ojos de los que escribieron la historia y pusieron la semilla de nuestra civilización, se reducía la cuenca mediterránea. El Mare Nostrum era el centro del mundo y estaba casi en su totalidad bajo el control del Imperio Romano –salvo una aldea gala poblada por irreductibles galos–, que se encontraba en su apogeo y disfrutaba de un período de relativa paz y estabilidad conocido como la Pax Romana. En Oriente, África y América, otras culturas seguían su propio camino y sólo se relacionaban con occidente a través de intercambios comerciales largos y complicados.
En un extremo de aquel mundo pagano, en la provincia romana de Judea, en la ciudad de Nazaret (en Galilea, al norte de Jerusalén), un niño llamado Jesús crecía en el seno de una humilde familia trabajadora, ajena al destino que marcaría el inicio de esta era y el calendario utilizado en gran parte del mundo hoy en día.
Por entonces, Judea era una provincia vasalla del Imperio Romano que ya mostraba su carácter turbulento, con una compleja vida religiosa y política. Tras la muerte de Herodes, se dividió, hasta que los romanos la convirtieron formalmente en una provincia romana, gobernada directamente por prefectos o procuradores.
La mayoría de los habitantes eran judíos, con minorías de samaritanos. Había una presencia significativa de romanos, entre militares y administradores, y de griegos, en el papel de comerciantes y élites urbanas. La población en la región, por entonces, se estima en varios cientos de miles, cerca del millón de habitantes. Los primeros cristianos eran solo una minoría perseguida.
Dos milenios y pico después, los descendientes de aquellos judíos siguen esperando a su Mesías. Unos pocos samaritanos continúan venerando la Torá, mientras que otros de sus descendientes, de la región de Nablus, se convirtieron al Islam.
Lo cierto es que, desde los primeros pobladores cananeos, en la Edad del Bronce, hasta hoy, esa vieja provincia romana ha estado marcada por conflictos continuos, con propios y ajenos.
No me enredaré más en la madeja de la situación bélica que asola la región, no pretendo analizar ni juzgar los crímenes que cada cual ha cometido contra el otro. Sólo quiero señalar que, a pesar de todo, de allí nace algo que usted y yo compartimos. Algo que nos impulsa a celebrar la Navidad o las fiestas de invierno (como prefiera), algo que une a las familias en torno a la mesa, que nos anima a regalar, a felicitar a los demás y a desearles paz, amor y felicidad.
Esto ocurre en todo el mundo, casi no hay ningún rincón ajeno, tan solo algunos lugares como Somalia o Arabia Saudita, donde está prohibido celebrarla o Irán y Brunéi, donde se permite a las comunidades cristianas celebrarla en privado. Es una lástima. Porque independientemente de que se viva el lado religioso en profundidad o tan solo se preste atención a la superficialidad de aquello que ha venido en llamarse “espíritu navideño”, merece la pena dedicar un tiempo en todo el mundo a desear la paz y la felicidad al prójimo.
Por mi parte, deseo que esa paz y felicidad que nacieron en Judea hace más de dos milenios aniden y arraiguen fuertemente entre quienes hoy sufren la terrible guerra en la cuna del cristianismo. Que la felicidad y la esperanza inunden sus corazones y les hagan olvidar el horror y dejar atrás la violencia. Y lo mismo deseo para el resto del planeta, en el que diferentes conflictos sin sentido acaban con las vidas de millares de inocentes.
Y por lo que respecta a usted y a mí, privilegiados habitantes de un mundo agitado, pero aún en paz, deseo que esa paz recupere el terreno perdido, que la armonía reine y que podamos volver a la senda del diálogo y el respeto perdidos a manos de ambiciosos sin escrúpulos.
¡Le deseo una muy feliz Navidad y un próspero 2026!
Javier López-Escobar
Votante que, aun anhelando urnas, hoy aparca la disputa política en pos del deseo de Paz.
