Una mañana temprano bajaba hacia abajo por una bajada y me crucé con otra persona que se movía en sentido contrario. Nos saludamos educadamente y le escuché decir: ¡qué cansado es subir arriba por esta subida! Ante lo que no tuve más remedio que llamar su atención. ¡Oiga, esto es una bajada! ¿Pero qué dice?, me replicó. ¡Esto es una subida!
Ambos nos detuvimos. Mientras yo miraba hacia arriba y trataba de argumentar mi posición, quien discutía conmigo miraba hacia abajo defendiendo la suya. Pasamos largo rato arriba y abajo, subiendo y bajando el tono de nuestra disputa. Por momentos el ambiente se caldeó hasta llegar a las alusiones personales. ¡Es usted muy bajito!, me gritaba. ¿Cómo se ve el mundo desde arriba?, replicaba yo.
Mi voz se elevaba desde abajo por encima de la contraria. La réplica me llegaba desde arriba como la de las madres que se asoman a la ventana a llamar a sus niños a cenar. Era una fútil subida verbal que solo servía para aumentar la altura de nuestra contienda. Desde la otra postura se arrojaban con condescendencia argumentos que rodaban hasta mí mientras yo empujaba los míos cuesta arriba.
En aquel momento, la pendiente se había convertido en trinchera: yo abajo, defendiendo la obviedad de la bajada; la voz opuesta, parapetada en la evidencia de que estábamos en una ascensión. De nuestra boca salían palabras antónimas transformadas en un eco sin sentido. Era una repetición infinita de lo mismo: una bajada hacia la sandez y una subida hacia la quimera.
El tiempo pasaba. El Sol comenzó a descender, bajando su luz sobre nosotros. Nuestra discusión, sin embargo, no bajaba el ritmo. Había un punto ciego en aquella perspectiva que impedía ver lo evidente y la indignación subía como la espuma. Cada vez que intentaba bajar el nivel del debate a una simple lógica, la parte contraria lo elevaba con una nueva y descabellada afirmación y viceversa. Me pregunté qué tan bajo podíamos caer para seguir discutiendo sobre algo tan elevado. Y qué tan alto había que estar para no ver el fondo del pozo. Era un baile torpe de pleonasmos, de subidas y bajadas, de afirmaciones y negaciones. No llevaba a ninguna parte.
La gente que pasaba a nuestro lado, subiendo o bajando por el mismo camino, nos miraba. Uno, que bajaba hacia abajo, meneó la cabeza y susurró: «No se molesten, ya han bajado bastante su nivel para discutir entre ustedes». Otro, que subía hacia arriba, se detuvo y advirtió: «No suba el tono, le va a dar algo». Pero ni los consejos de quienes subían ni los de quienes bajaban nos hicieron bajar la guardia.
Algunos se paraban y comenzó a formarse un pequeño tumulto. Un grupo de curiosos se reunió en corro para observarnos. Algunos aplaudían cuando yo hablaba; otros vitoreaban a mi contrincante. No faltaron los que pedían más volumen, más sangre y más espectáculo ¡Más caña! Poco después alguien llegó para vender bocadillos y refrescos. Hasta un espontáneo se ofreció para organizar un debate oficial con tiempos, turnos y moderador. Nunca tanta confusión había dado lugar a tanto entretenimiento inútil.
Estábamos tan inmersos en nuestra propia tontería que la opinión de los demás era tan solo ruido de fondo. Finalmente, agotados de subir y bajar en el mismo punto, de batirnos en un duelo verbal sin sentido, nos dimos por vencidos. ¡Para usted la perra gorda!
¡Dios mío, qué tarde es, ya no llego, tengo que volver! Me di la vuelta y emprendí con ritmo la subida hacia arriba, dejando atrás a mi oponente que, en idéntica situación, había comenzado a bajar. Nos cruzamos de nuevo y me oyó susurrar: ¡Qué cansado es subir arriba por esta subida!…
Y así, queridos amigos, transcurre la política en España. Si subes porque no bajas, si bajas porque no subes, y al final ni muere padre ni cenamos. Aplíquese a cualquier situación y tal vez, solo tal vez, se entienda mejor por qué estamos estancados.
Javier López-Escobar
Ascensorista aficionado
