Julio César, en el año 48 a. C., provocó accidentalmente un gran incendio en el puerto de Alejandría mientras se defendía de la flota egipcia. El fuego alcanzó la famosa biblioteca y la redujo a cenizas. Si no hubiera existido tal acumulación de papiros y pergaminos —fruto de la voracidad coleccionista de los Ptolomeos— quizá la tragedia habría sido menor.
Eso pasa con los bosques: cuanto más arbusto y pasto, más leña. ¿Eliminar la vegetación reduce el riesgo? Sí, claro. Como desterrar los papiros habría evitado el incendio de Alejandría. Pero entonces ¿podríamos seguir llamándola biblioteca? Limpiar el monte es necesario, pero no equivale a vaciarlo de vida vegetal: la vegetación es parte inseparable de él.
La Biblioteca de Alejandría fue mucho más que un almacén de libros; fue un centro vibrante de conocimiento y cultura. Del mismo modo, los bosques son mucho más que jardines para domingueros: son ecosistemas complejos, refugio de millones de especies y depósito de un patrimonio genético tan valioso como los rollos perdidos en Alejandría.
La clave entonces estuvo en Julio César, como hoy está en la mano del hombre: el 96% de los incendios son provocados (intencionados, negligentes o accidentales). Es decir, son evitables. Alicatar el monte puede ser una solución, sí, pero no necesariamente la mejor.
Pensemos en Soria. ¿Por qué lleva más de dos décadas sin incendios relevantes, pese a tener un 60% de su territorio forestal? No, no es por el cambio climático: éste solo actúa después de que un cabrón encienda una cerilla, deje una hoguera mal apagada o tire una colilla por la ventanilla. Antes de eso, el monte no arde por sí solo.
El cambio climático es innegable —aunque para el caso da igual que se niegue—, la atmósfera está sobrecargada de energía, lo que significa sequías más severas, calor más prolongado y vientos más fuertes. En esas condiciones, la prevención es crucial: si se produce un incendio, será casi imposible detenerlo, por mucho que la imagen bucólica de cabras y ovejas pastando nos reconforte y nos haga creer que nada va a pasar. Se lo aseguro, si prenden fuego a un bosque pastado, también arderá.
La importancia de la prevención es evidente. Si nos enfrentáramos solo al 4% de los incendios —los provocados por rayos o volcanes— lidiaríamos con monstruos enormes, sí, pero menos frecuentes y con más medios para combatirlos.
Volvamos a Soria. El “Modelo Soria” no se basa en abandonar el monte, sino en aprovecharlo con inteligencia. Es un enfoque cooperativo y a largo plazo, que integra administraciones, empresas y ciudadanos en un objetivo común: convertir el bosque en fuente de riqueza y empleo. Cuando el monte genera madera, resina, trufa, ganadería, agricultura o turismo, su cuidado se convierte en prioridad colectiva.
Otros lugares siguen caminos similares. La Universidad de Extremadura impulsa los llamados “cortafuegos productivos”: espacios donde la agricultura, la ganadería extensiva y los aprovechamientos forestales cumplen a la vez función económica y preventiva. Una versión adaptada del Modelo Soria, en pequeño y con acento extremeño.
Sorianos y extremeños lo entienden: lo sienten propio, no lo convierten en disputa ideológica. Cooperan como siempre se ha hecho, sin discusiones sobre izquierdas, derechas, ultras, negacionistas o conversos.
Lo repito, para que lo escuchen en las altas esferas: enfoque cooperativo, administraciones, empresas y ciudadanos, objetivo común, prioridad colectiva. Esa es la receta. Lo demás viene dado.
La provincia de Soria demuestra que los incendios no se previenen solo con brigadas de extinción ni con desbroces masivos. La verdadera solución es gestionar el territorio de forma integral, haciendo del monte un aliado productivo y no una carga. Un monte vivo, cuidado y rentable es, por definición, un monte que no se quema.
Javier López-Escobar
Aspirante a soriano
P.D.: Segovia se parece bastante a Soria, por aquí también se sabe gestionar el monte, pero de eso hablaremos otro día.
