Hasta la llegada de la democracia, en las Cortes franquistas la retórica política había estado muy influida por la oratoria clásica, con discursos largos, estructuras complejas y un alto uso de recursos literarios. Nadie osaba discrepar —más que de forma muy sutil— del régimen, por lo que había que buscar el lucimiento en lo retórico.
Creo que, si preguntamos al respetable —de cierta edad, claro—, habrá consenso al afirmar que durante la Transición y las primeras legislaturas las Cortes, muerto el dictador en su cama y ya libres de la vigilancia opresora del régimen, se distinguieron por la calidad de sus oradores y el contenido de sus discusiones.
Por entonces se debatían y aprobaban la Constitución y las leyes fundamentales. El diálogo era crucial, trascendental, con un fuerte componente ideológico e histórico. Muchos diputados y senadores venían de la clandestinidad o del exilio, con una gran formación intelectual y una potente oratoria forjada en mítines, tertulias y larga lucha política.
Los menores de sesenta años no recordarán aquellos días en los que, sin llegar a la altura de Castelar, Salmerón, Cánovas o Alcalá Zamora, destacaban otras figuras por su elocuencia, dominio del lenguaje, profundidad argumental o capacidad de réplica, como Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Gabriel Cisneros, Miquel Roca, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón o Alfonso Guerra, por citar algunos.
De algún modo que no alcanzo a entender bien, el sistema ha ido ‘endegenerando’, como dijo Juan Belmonte, hasta convertir lo que en su día fue un templo de la palabra, como gustan de llamar a las cámaras los más cursis, en un recinto más parecido al de las peleas clandestinas de gallos.
La oratoria política ha muerto, enterrada tal vez por la necesidad de adaptar su mensaje a la urgencia de los medios de comunicación de masas. Ya no se debate en las Cortes: se posturea para servir a cámaras y micrófonos con mensajes cortos y epatantes dirigidos al exterior del hemiciclo.
Los argumentarios han desplazado a los argumentos. La disciplina de partido y la uniformidad del discurso han erradicado la individualidad y la necesidad de improvisación a la réplica genuina. Donde antes se debatían ideas, hoy se ensayan titulares. Recordando a Unamuno, como entonces, ya no buscan convencer, solo vencer. Debaten sobre guerras con palabras que han dejado de ser puentes para convertirse en proyectiles.
La trivialización de todo, la banalización de cualquier asunto, impide discernir lo grave de lo accesorio, lo necesario de lo prescindible. Todo por ser el más aplaudido en las tertulias televisivas, en las que se ventila todo menos los problemas reales de los ciudadanos.
Persuadir, construir consenso, dejar constancia histórica fueron los objetivos de una generación política cuyos descendientes se afanan ahora en obtener un titular, reforzar al votante propio o atacar al adversario. Impera el tono agresivo, telegráfico, centrado en el eslogan o la ironía fácil. Importa más un zasca que tener razón. Por cierto, la palabra zasca es de reciente incorporación a la RAE: por algo será.
No se pretende pasar a la historia, por más que nuestro presidente diga estar preocupado por ello; no se quiere dejar poso ni legado. Los discursos, libros y entrevistas de los políticos carecen de calado intelectual y de repercusión histórica. Solo buscan repercusión mediática urgente y presencia en redes sociales.
¿Es usted capaz de distinguir a los ministros por su discurso? Yo no. Ninguno habla por su boca: todos repiten, con mejor o peor fortuna, los argumentarios apresurados que les obligan a defender. El partido, a través de eslóganes prefabricados, es ahora el protagonista, como si los diputados fuesen meros altavoces con corbata. Los que tienen criterio o piensan por sí mismos molestan y son apartados.
La auténtica esperanza reside en la sociedad española, infinitamente más compleja, formada y exigente que el debate que se le ofrece desde el Gobierno. No esperemos una iluminación repentina de esos influencers con escaño.
Solo cuando la sociedad pueda resolver en las urnas el grave problema en el que nos ha metido esta ralea de ambiciosos sin escrúpulos, tal vez recuperemos la profundidad del debate en las Cortes y la buena oratoria. Entonces, quizá, podamos ver el futuro con esperanza. La pelota está en nuestro tejado.
Javier López-Escobar
De orador aficionado a opinador mediocre
