Viajero sin mapa

Temiendo seriamente por la salud de los amortiguadores de mi vehículo, decido detenerme al fin a un lado del camino. Lo que atisban mis ojos parece, más que un lugar perdido en la frontera entre Soria y Zaragoza, algún paraje de Verdún, El Somme, o cualquier otra batalla de la Primera Guerra Mundial, porque esos agujeros que veo en la pista de tierra que aparece ante mis ojos, son baches que no son baches; son trincheras. Maldigo en voz alta a madame Guguelmaps en términos que no reproduciré aquí en aras de la decencia y el decoro. A lo mejor es que, aunque yo no me he enterado, la inteligencia artificial ya se ha rebelado contra la raza humana y ha decidido, antes de exterminarnos, descojonarse de nosotros, empezando por mí. Porque solo así puede explicarse que el GPS me haya traído hasta este paraje ignoto donde de un momento a otro espero ver aparecer al Yeti, al Hombre Lobo, a la niña de la curva, a un diputado del Congreso o a cualquier otro monstruo por el estilo. Tras un buen rato de zascandileo automovilístico consigo poner en vereda –nunca mejor dicho- a doña Guguelmaps y encuentro el camino correcto hacia mi destino: ¡Ay, ojalá fuera también posible reiniciar el GPS de la vida con solo apretar un botoncito! Este viaje, que hoy es por fin una realidad, fue durante mucho tiempo uno de esos proyectos que sabes que un día se materializará, pero pasan los días y con los días los meses y con los meses los años y parece que ese momento nunca llega, hasta que llega. Uno, que ha sido peregrino en lugares tan recónditos que no sabría ni escribir correctamente su nombre; uno, que tantas montañas ha subido y bajado que cuando pisa en plano se siente raro como un marinero al bajar del barco, nunca había hollado, sin embargo, el mítico entorno del monte Moncayo, ese forúnculo pétreo en la epidermis de España, que esconde entre sus angosturas y bajo sus pliegues misterios y literaturas sin fin. El Moncayo se perfila, en medio de la nada toda, como un dinosaurio anestesiado por el dardo límpido y afiladísimo del cierzo, pero de esa calma aparente emana, a poco que uno se fije, una inquietante sensación de geológico desasosiego, como si este cónico volcán ciego fuera a levantarse de pronto la tapa de los sesos con una explosión y abrasarnos con el fuego de sus lavas como balas. El origen de mi interés por este fascinante lugar es más de índole literaria que deportiva; las primeras referencias que despertaron mi curiosidad por visitar este altar terrenal de roca y arena, son las leyendas de Bécquer, tan relacionado con este desolado y bello paraje ubicado entre las provincias de Soria y Zaragoza. Un día, hace ya muchos años, leí, entre absorto y fascinado, “El Monte de las Ánimas”, y desde aquel momento soñé ya siempre con visitar este misterioso lugar, y recorrer con mis propias piernas sus quebradas y sus bosques, y sumergirme en sus vastas soledades, deseando atisbar, cuando menos lo espera uno, el huidizo espectro ensangrentado de aquel desventurado Alonso, portando la ensangrentada cinta de su hermosa prima, perseguido por una jauría de famélicos lobos fantasmales. Ustedes disculpen el espóiler, pero han tenido desde 1861 para leer El Monte De Las Ánimas, es decir 163 años, así que no vayan a venirme ahora pidiendo el libro de reclamaciones. Aunque en mi ascenso hacia la cima del mítico monte, no encontré nada sobrenatural como tal, (ustedes disculpen el pareado) sí hallé, sin embargo, algo que, sin serlo, se le da un aire.

El sanatorio antituberculoso de Agramonte, ubicado en las mismas faldas del Moncayo, es, como su propio nombre indica, un antiguo preventorio cuyo fin fue el de proporcionar aire puro a los enfermos del terrible mal, único y relativo remedio conocido contra la enfermedad hasta el descubrimiento de la estreptomicina en 1943. Hoy en día, el sanatorio de Agramonte es uno de los lugares de peregrinación por antonomasia de los amantes del misterio y lo sobrenatural, y aunque muy deteriorado por la acción del tiempo -y el vandalismo de algunos energúmenos- lo cierto es que el lugar, como tantos otros recintos de este tipo (La Barranca, en Madrid, el sanatorio de Boecillo, en Valladolid o el de la Isla de Pedrosa en Santander) lo induce a uno a un estado de hipersensibilidad nerviosa muy inquietante, que te hace mirar constantemente por encima del hombro mientras transitas por sus laberínticas estancias, cubiertas de pintadas siniestras y repletas de cascotes y utensilios sanitarios herrumbrosos y retorcidos. Será probablemente pura sugestión, no digo que no, pero simplemente imaginar el dolor, la desesperanza y el desconsuelo que habitaron entre aquellos muros “de la carrera de la edad vencidos”, como dijera Quevedo -ese poeta que le copió las gafas a John Lennon- que mientras estuve allí dentro, mirara donde mirase “no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte”. Otro de los puntos de interés de este periplo, de ineludible visita, e íntimamente relacionado tambien con Gustavo Adolfo Bécquer y con su muy querido hermano Valeriano, que era igualmente artista -concretamente pintor y dibujante, y muy bueno- es el Monasterio de Veruela. Su airosa estampa exterior conserva casi intacto el sabor medieval de sus orígenes, casi diez siglos después de su construcción. Fundado en el siglo XII por la orden del Cister, el monasterio sufrió, en el siglo XIX, la desamortización de Mendizábal, pasando a ser convertido en hospedería desde entonces. Allí se hospedaron los hermanos Bécquer durante casi un año, en las antiguas celdas de los monjes, acondicionadas para recibir viajeros y peregrinos, y allí escribió Gustavo Adolfo algunas de sus más memorables leyendas, además de su no tan conocido, pero igualmente excelso “Cartas desde mi celda” donde sirviéndose del género epistolar va pergeñando el relato de su estancia en aquellas tierras, para deleite de los lectores de El Contemporáneo, periódico para el que trabajaba el poeta sevillano en aquel momento. Material adecuado con el que nutrir sus crónicas no le faltó, puesto que casi todo en aquellas tierras estaba impregnado, a ojos de quién supiera verlo -y desde luego el poeta sabía- de ese halo místico que tienen los lugares que han visto vivir mucho y morir mucho: los pueblos, las montañas, los castillos, el folclore, los arquetipos del país… todo tiene cabida en el universo de las “cartas” becquerianas. La localidad de Trasmoz, pequeño pueblecito de la zona, cuna de brujas como la tía Casca, protagonista de algunos de los textos de Bécquer y solar de las ruinas de un castillo que también tiene gran presencia en las crónicas del escritor, ocupa un lugar muy destacado en “Cartas Desde Mi Celda”. Trasmoz es un pueblo maldito, y no solo por sus brujas, su castillo encantado o por lo que cuesta subir sus malditamente empinadas calles, sobre todo en verano, sino como consecuencia de un añejo pleito entre los habitantes de la localidad y el Monasterio de Veruela.

Tan bizarro caso no tiene su origen en un “quítame allá esas pajas”, como suele decirse, sino más bien en un “no me quites esas leñas”. Me explico: según cuentan las crónicas, el abad del monasterio no estaba de acuerdo con la circunstancia de que los trasmoceros alimentaran el fuego de sus hogares y chimeneas con la leña de los bosques propiedad del monasterio, por lo que, tras comprobar que las razones terrenales no surtían efecto aparente con los “leñicidas” habitantes de Trasmoz, el santo varón optó por castigarlos por el flanco místico, excomulgándolos sine die, por los siglos de los siglos amén, o, por decirlo más llanamente, “pa” los restos. O sea, que en el cielo te puedes encontrar con uno de Cuenca, de Tomelloso, de La Coruña y hasta con un poco de suerte con alguien de Tayikistan, que algún cristiano habrá allí, digo yo, pero con uno de Trasmoz, no. A día de hoy, lo de la maldición se lo toman a chufla, los malditos malditos, y lo llevan muy a gala y lo usan como acicate turístico, e incluso se han inventado una fiesta en la que eligen a la bruja más bruja de todas las brujas, los condenados. O témpora, o mores. El motivo “oficial” por el cual Bécquer fue a dar con su doliente figura al monasterio de Veruela es que padeció el llamado “mal romántico”, tuberculosis por peor nombre, aunque lenguas anabolenas de esas que nunca faltan, aseguran que lo que padecía en realidad el inmortal poeta romántico era la sífilis, contraída en sus andanzas no tan románticas por los putiferios del oscuro Madrid de la época. En la actualidad, hay un espacio en el recinto dedicado a los dos hermanos Bécquer, donde de una manera un tanto aséptica y algo prolija –al estilo de los museos modernos, ya saben, mucho cartelito iluminado y mucho diseño minimalista- se da cuenta de las andanzas de los Bécquer entre los muros del monasterio y alrededores. A la salida de mi visita al lugar y mientras me entretenía en dar de comer a un famélico gatito que me hacía carantoñas desde los bajos de un coche, entablé conversación con un lugareño que me informó de algunos pormenores del terrible incendio que se produjo en los alrededores del monasterio en agosto de 2022, y de cómo los muros del recinto libraron una última batalla, cumpliendo a la perfección aquella función para la cual fueron creados, es decir, la de hacer de muralla defensiva, y aunque los enemigos no eran, en esta ocasión, moros ni cristianos, sino las rojas lanzas de fuego del incendio, que lamió las piedras de la muralla con su candente lengua, dentro del perímetro del muro no pasó ni la llamita de un mechero.

Odiseo sin Penélope que tejiera esperando por mí, feo agnóstico y sentimetal como un invernal Marqués de Bradomín, soñador Manrique buscando su rayo de luna en un día con sol, miré por última vez la mole del Moncayo mientras las sombras comenzaban a cubrir sus faldas. Después monté en mi coche… y me fui.

 

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