Anochecía cuando aparcamos en Baton Rouge, cerca de una especie de gran embarcadero a la orilla del Misisipi, el legendario río por el que Mark Twain hizo pulular, arriba y abajo, a su personaje más universal, Tom Sawyer. El río es tan ancho que cuesta divisar una orilla desde la opuesta y desde luego es imposible atisbar el fondo del cauce, pero no por lo profundo del mismo, sino por la mierda que arrastra. Es un río excesivo, como casi todo en Estados Unidos. Si hubiera que abordar la difícil tarea de definir con una sola palabra el carácter físico, geográfico y hasta espiritual de este país, la palabra elegida sería, sin duda “ENORME”. Todo es grande aquí, las personas lo son, a lo alto y a lo ancho, pero también los vehículos, las neveras, los supermercados, las montañas, los ríos, las puertas, los cubos de basura, las hamburguesas… (el Big Mac de Estados Unidos es una especie de primo de Zumosol del Big Mac de los Burger King de España) Baton Rouge es una ciudad algo impersonal, no demasiado conocida, en comparación con las numerosas ciudades “con carácter” de EE. UU., a pesar de ser la capital oficial y administrativa del estado de Luisiana (con permiso de Nueva Orleans, que cumple la función de capital espiritual). Sin embargo, esas dos palabras, “Baton Rouge” eran familiares para mí, emocionalmente hablando, desde mucho antes de plantar mi pie por primera vez en aquella ciudad; su nombre tenía –y tiene– una connotación sentimental que me viene dada por ser ésta la localidad que aparece en la primera estrofa de la mítica canción “Me and Bobby MC Gee” de Kris Kristofferson: “busted flat in Baton Rouge, waiting for a train, and i’s feeling near as faded as my jeans” (sin blanca en Baton Rouge, esperando un tren, me sentía tan gastada como mis jeans). Me and Bobby Mc Gee es una maravillosa canción country que, paradójicamente, fue elevada a la inmortalidad gracias a la muerte de la feliz (lo de feliz es un decir) poseedora de la primera laringe eléctrica de la historia, Janis Joplin, que incluyó la canción en su último disco, “PEARL”, publicado sin acabar justo después de su muerte por sobredosis en 1970. Joplin y Kristofferson eran amigos, se habían conocido algunos años antes de la muerte de la cantante, unidos enseguida por su compartida –y desmedida– afición al alcohol y la música. Pero volvamos a la orilla del Misisipi. Como decía, habíamos logrado aparcar nuestro enorme coche de alquiler, después de dar varias vueltas por la zona de clubes con ínfulas musicales de Baton Rouge. Tras un breve paseo por el lugar, sopesando las posibles opciones disponibles, decidimos entrar en un pub en el que, a diferencia de los locales que habíamos visitado en días anteriores, en otras poblaciones del estado de Luisiana, el grupo que actuaba sobre el escenario no tocaba Blues ni jazz, sino canciones country entreveradas de algún que otro éxito del pop o del rock estadounidense al uso. Los parroquianos allí congregados conformaban un abigarrado catálogo humano en el que cabía todo lo que puede caber en una tarde noche de viernes a la orilla del río más literario del mundo, que ya les digo yo que es mucho caber: el rubicundo padre de familia que, tras el trabajo busca en el fondo de un vaso de ginebra el valor suficiente para volver a la felicidad de su casa y su familia; la eterna aspirante a princesa que espera el beso de amor que lleva años llegando y no llega nunca, y ve cómo se va ajando poco a poco su belleza; el vagabundo taciturno que, solitario y ajeno a la algarabía reinante a su alrededor, fija la vista en un punto indeterminado del bar, viendo sin ver, mientras se aferra a su vaso de Whiskey como quien agarra por los pelos a la vida para que no se escape a vivir su propia vida; todos ellos y muchos más estaban allí, como estaba yo, como estábamos nosotros, ahogando el silencio interior de nuestra vida con el ruido de la vida de los demás. Habíamos conseguido sentarnos en una esquina del local, y antes siquiera de poder pedir nuestra bebida, ya nos estaba trayendo no sé qué licor por cortesía de nuestros vecinos de mesa, un par de matrimonios de mediana edad que empezaron a preguntarnos por nuestro país de procedencia, con gran alborozo por su parte al saber que éramos españoles. A pesar de la numerosa y variopinta concurrencia, nuestra presencia no pasaba inadvertida, eso era evidente, y no fueron pocos los que, curiosos, pero con exquisita educación, se interesaron por saber quiénes éramos y qué hacíamos por allí. Yo siempre había creído que eso de ponerse a hablar como si tal cosa con el que mira un cuadro a tu lado en un museo, o está detrás de ti en la cola del cine, o compra a tu lado en el super, era cosa de las pelis de Woody Allen, pero no, resulta que aquí pasaba de verdad; aquello era como una película, pero con la diferencia de que no la veías desde el otro lado del cristal, sino que tú estabas dentro de ella. Reconozco que, siendo quien esto escribe castellano viejo de Castilla la vieja, es más que probable que mi detector de dulzura y simpatía, en caso de que exista tal cosa, muy probablemente estará oxidado por falta de uso, pero el caso es que mi concepto sobre los habitantes del imperio más poderoso del planeta, cambió ligeramente después de aquel viaje. Quizá sea porque solo traté con gente del sur de Estados Unidos, que es la parte que visité. Quién sabe. Una de las personas que se nos acercó fue una mujer, más cerca de los 50 que de los cuarenta, de ojos otoñales y crepuscular hermosura; en la melancolía de su mirada se adivinaban las cicatrices de la pelea entre el paso del tiempo y el poder fulgurante, pero efímero, de la belleza. Abandonando momentáneamente el grupo con el que compartía la velada se sentó con nosotros, preguntándonos, amablemente, de donde éramos. El grupo que actuaba sobre el escenario desgranaba su repertorio con profesionalidad, adquirida, probablemente, en noches y noches de actuaciones en sórdidos garitos a lo largo del Misisipi. La mayoría de los temas eran familiares para mí: James Taylor, John Denver, Gordon Lightfoot, Bob Dylan, Neil Young, Jackson Browne, Bruce Springsteen… con la música de fondo, seguíamos hablando, animadamente, con la chica que se había acercado a nuestra mesa. Tras una canción de James Taylor, comenzaron a sonar los acordes de una canción desconocida para mí, una balada country, muy dulce, casi empalagosa, y entonces, inesperadamente y para mi sorpresa, se produjo el momento mágico de la noche: la belleza otoñal se levantó de repente y se unió a su grupo de amigos, y todas las personas que llenaban el local, excepto nosotros, empezaron a cantar a coro la canción que estaba sonando: una canción triste, melancólica, que sin embargo entonaban con una sonrisa en sus labios; una canción que unió las vidas de todos ellos, tan ausentes, tan distintos, tan perdidos, tan mortales, durante tres minutos. Evidentemente, me interesé por el título de la canción que sonaba y la escuché después (y la he escuchado desde entonces) muchas veces. Es una canción bonita, pero no es, desde luego, una obra maestra, pero siempre que la escucho me recuerda aquel momento mágico en un bar perdido de Baton Rouge, a la orilla del Misisipi: «Dont close your eyes, let it be me, dont pretend its him, in some fantasy, darling just oncelet yesterday go”.
(Dont Close Your Eyes, Keith Whitley 1988).
Raúl García Castán