Ignorando las advertencias bienintencionadas de quienes me aprecian y no gustan de verme hacer el ridículo, hoy he decidido meterme en un jardín, pero en no uno cualquiera. Me he propuesto adentrarme en un vergel enorme, fértil, exuberante, en el huerto de todos los huertos, en el jardín del Edén. Ahí empezó todo.
En el capítulo segundo del libro del Génesis puede leerse el relato de la plantación del huerto por Dios y de cómo situó allí al hombre y a la mujer. Estaban ambos desnudos «y no se avergonzaban», con el único encargo de labrarlo y guardarlo y una sola regla: «del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás».
Sencillo, vida plena, eterna, feliz, dedicada al placer, a trabajar sin esfuerzo ni sudor, a procrear sin dolor, a recrearse libremente sin ser juzgados, a vivir en armonía con la creación, sin leyes que estorben, insisto sobre este particular, sin más mandamientos, ni reglamentos, ni imposiciones o códigos, sin abogados ni fiscales, sin castigos, sin obligaciones, más allá de respetar el frutal que, situado en el centro de la fructífera vega, les estaba vedado.
Para nuestra desgracia, poco duró la felicidad, al menos para quienes aspiraban a conservar aquel estatus eternamente. El capítulo tres del primer libro de la Biblia relata el episodio de la tentación de Eva con el fruto del árbol prohibido y la subsiguiente caída de Adán en la misma trampa, provocando su expulsión del Nirvana. Todo el mundo cree conocer esta escena. Por algún motivo la mayoría relaciona el pecado cometido con el sexo. Nada más lejos de la realidad, aquella incitación consistió en la promesa de que «el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios», y la infracción fue de desobediencia, por soberbia, a la única norma que se les había impuesto.
Para no aburrirle más, entre otras consecuencias muy desagradables como la muerte, Jehová Dios proclamó: «pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya», lo que viene ocurriendo desde la prehistoria y explica bien la imposible convivencia pacífica a la que venimos estando acostumbrados.
Pero no es ese el aspecto sobre el que quiero llamar su atención. Me interesa más reflexionar sobre lo que hubiera ocurrido de no haber sido transgredido aquel precepto. Antes de la expulsión del paraíso, nuestros primeros padres eran y vivían tal y como su creador quería y había dispuesto. En pocas palabras, el Génesis retrata con nitidez al hombre y a la mujer como Dios quiso, y eso era libres y desnudos: «creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó […] vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera». ¡Todo lo que había hecho era bueno!
Lo siguiente fue un castigo, no el plan original del creador. ¿Hemos aprendido algo? Basta echar un vistazo alrededor, sin ir muy lejos, para darnos cuenta de que no. Por alguna razón que se me escapa, la humanidad ha decidido vivir como si el castigo fuera lo que Dios quiere para el hombre, impregnando de esa idea las creencias de muchos que han ido conformando una sociedad enferma.
No pocos creen hablar en nombre de la divinidad, alcanzando puestos de poder desde los que imponen principios nacidos de sus propios prejuicios, ciegos guiando a otros ciegos, y creen que serán recompensados por imponer severos sufrimientos a sus semejantes.
Para todos ellos tengo una mala noticia, «Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban». Ni rastro de burkas, esclavitud, sometimiento o gaitas, ni siquiera bragas…
No se me asuste, no estoy proclamando el nudismo como remedio de nuestros males, al menos no de manera urgente. Respeto la decisión de cubrirse el cuerpo, no tanto por vergüenza como por ahorrarle al prójimo la visión que cada uno tiene ante el espejo tras ducharse y comprobar lo lejos que está del David de Miguel Ángel.
Reclamo la libertad de ser, estar, ataviarse y comportarse como cada cual quiera. Si a un caballero le parecen las formas de otra persona demasiado sensuales como para soportarlas, el problema es de ese caballero y bajo ningún concepto puede reclamar en nombre de ninguna fe que los demás muden su figura hasta ser menos que un trapo oscuro andante. Ya lo dijo con claridad Mateo en su Evangelio: «Y si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y tíralo lejos de ti. Más te vale entrar tuerto en La Vida, que con los dos ojos ser arrojado al fuego del infierno». Y quien dice ojo…
Nadie tiene el derecho a imponer su voluntad a otro, mucho menos a someter por la fuerza al débil o a menospreciar al diferente. De no haber comido aquella fruta, viviríamos felices en el oasis primigenio sin reparar en que el vecino fuera mujer, hombre, negro, india, caucásico, hetero, homo, queer, del atlético de Havila o del real Cus, de la derecha del río Gihón o de la izquierda del Hidekel; fructificando y multiplicándonos; llenando la tierra y sojuzgándola, y señoreando en los peces del mar, en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.
Piénselo bien la próxima vez que el aspecto o la costumbre de alguien le choque, moleste o incluso ofenda; puede que ese sentimiento nazca del veneno del fruto del árbol prohibido, que aún recorre nuestra sangre, y no de la voluntad del Altísimo.
Javier López-Escobar