No hace mucho tuve un grato encuentro con un profesor de los que, hace más años de los que me gustaría, acudieron a la formación que yo impartía sobre nuevas tecnologías. Durante la charla, mostrándome su móvil, recordaba asombrado que yo predije entonces que en un futuro cercano tendríamos todo el contenido de Internet, entonces recién abierta al público, en la palma de la mano, en un dispositivo con una pantalla… Lo cierto es que él recordaba algo que yo había olvidado por completo y mientras le escuchaba sólo pensé en porqué no habría yo avanzado más en ese campo. Quizá me encontraría entre esos ricos tan odiados por algunos, pero… ¡Qué se le va a hacer!
En otra de mis elucubraciones, postulaba que la red era un entorno verdaderamente libre, por primera vez en la historia existía un espacio alejado del control de los poderes tradicionales y, como tal, disponíamos un excelente campo de entrenamiento para enseñar a nuestros jóvenes a ser libres y a actuar como ciudadanos plenamente responsables allá donde estuvieran. ¿Cómo puedo ser tan ingenuo a veces?
Recuerdo otro vaticinio que en su día también repetí a mi alumnado: que en poco tiempo dispondríamos de acceso universal a la información a través del ordenador y sin movernos de casa. Pronostiqué que las nuevas generaciones tendrían mucho más fácil el aprendizaje, el acceso al conocimiento, la comunicación con otros, el contraste de ideas y el discernimiento de la verdad, de modo que serían más capaces y aptas para acelerar las mejoras de la sociedad, conduciéndonos a un mundo mejor.
Ahí, lo reconozco, sí que me columpié por completo, aprendiz de Nostradamus de pacotilla…, no calculé que el hecho de disponer de las Autopistas de la información, que nos conectaran a todos, no mejoraría el tráfico, sino que lo colapsaría. Ya lo explicaba la “Ley de Hierro de la Congestión”, postulada por Anthony Downs en 1992, que vino a demostrar que el incremento del número de carriles en una vía rápida provoca un mayor número de atascos. Me parece que esto es, en cierto modo, lo que está sucediendo con Internet, pero multiplicado por un millón.
Nos bombardea la publicidad de conexiones cada vez más rápidas, capaces de soportar retransmisiones en altísima definición, de mover archivos de tamaños desmesurados y conjuntos complejísimos de instrucciones, delegadas a inteligencias artificiales, residentes en enormes complejos ávidos de energía. Disponemos de tecnologías con capacidad de manejar a distancia instrumental quirúrgico, de operar armamento situado a miles de Km como si el operador estuviera en el campo de batalla. Podemos crear imágenes tan realistas que son indistinguibles de la realidad misma. Los avances y los cambios son tantos y tan rápidos que la obsolescencia llega antes que el final del periodo de garantía a los aparatos que consumimos.
Pero la realidad es que por esas enormes carreteras circula de todo menos verdad, ciencia o conocimiento. Es tal la cantidad de basura en forma de memes (Imagen, video o texto, por lo general distorsionado con fines caricaturescos, que se difunde principalmente a través de Internet), que ya no hay forma de distinguir el trigo de la paja.
Los jóvenes, que estaban llamados a disponer de la mejor información, están bloqueados en un universo de estupideces que componen un permanente y gigantesco carnaval en el que es indistinguible el disfraz del personaje. Es el reino de lo carnal en el que todo se exhibe, todo se comparte, casi todo se falsifica, se imita o se manipula, cuando no directamente se roba o se estafa.
Individuos que otrora hubieran pasado sus vidas sin pena ni gloria, en algún rincón apartado del mundo, enlazan con otros semejantes y terminan por unir fuerzas para que lo que antes conocíamos como tonto del pueblo se convierta en una gran ola influyente capaz de modificar nuestras vidas.
Los delincuentes han descubierto lo fácil que es enredarnos en esta malla cibernética para que nuestro dinero caiga de su lado sin acercar un dedo a nuestro bolsillo hasta el punto de que ya no es necesario reclutar huérfanos y entrenarlos para que se dispersen por el Londres que describió Dickens en busca de carteras y alhajas al descuido, basta con un teclado y una pantalla para enviar cientos de miles de llamadas a incautos de entre los que un número considerable pica el anzuelo y cede sus pertenencias a algún anónimo sujeto que ha encontrado el modo de emplear su inteligencia para hacerse rico sin dar palo al agua.
Tal vez esto sea lo que sucede mientras se gestan las revoluciones. Quizá lo que está pasando sea lo esperado en cada relevo generacional. A lo mejor solo estamos experimentando el tiempo convulso que precede al asentamiento de un gran cambio. Quién sabe si lo que advertimos no es más que una sucesión de revoluciones tan rápida que ya no tienen tiempo de consolidarse.
El tiempo lo dirá, pero aún creo que hay que dar una oportunidad a la sociedad para que se reorganice, antes de empezar a regular, prohibir, desmontar, censurar y hacer todo eso que a los aprendices de dictador se les da tan bien para que sigamos siendo los de siempre pero mucho más acelerados. Nuestros hijos y nietos serán los que lo gestionen, espero vivir para verlo.
Javier López-Escobar