No se si hay algo más terrorífico para un demócrata de a pie que escuchar “magistrados progresistas”. ¿No se le eriza el vello al oír hablar de jueces significados políticamente? ¿No le aterroriza pensar que ni la Constitución, ni el derecho penal, ni el código civil, tienen nada que ver con los dictámenes emitidos por sus señorías, a tenor de lo que nos cuentan los mass media?
No hay informativo que no se refiera al poder judicial sin hacer hincapié en que está compuesto por personas que tienden a inclinarse políticamente hacia algún lado, siempre opuesto al del que lo relata. Se habla de jueces nombrados por el gobierno, o a propuesta de tal o cual partido, como si eso determinara esencialmente el sentido de sus resoluciones y no su formación, experiencia y jurisprudencia.
En el caso del Fiscal General del Estado, los medios fían el futuro de la causa en la que está inmerso, no en argumentos procedentes del derecho, sino en la composición política de los órganos que han de decidir sobre sus recursos. Dan por hecho que García Ortiz podrá dejar atrás este episodio gracias a que el Tribunal Constitucional al que, por lo visto, piensa recurrir como tribunal de casación, “tiene mayoría progresista”.
¿Hay quien pueda permanecer impasible ante tamaña barbaridad? ¿Cómo podemos creer que vivimos en un estado democrático y de derecho y, al mismo tiempo, admitir que el poder judicial está conformado ideológicamente al gusto de las mayorías de turno, a las que se somete?
Pase que las formaciones políticas en liza pugnen por asentar sus mayorías en órganos puramente políticos. Puedo incluso admitir que pretendan ser hegemónicos en órganos colegiados de diferente índole, con el fin de influir en la opinión pública. Hasta entiendo que traten de inclinar la balanza, dentro de un orden, de instituciones que han de ser neutrales, como la televisión española. Pero lo que está sucediendo es que poco a poco se consolida una apropiación indebida de la política por los partidos políticos y se extiende, como el denso vertido de un viejo petrolero, el uso esencialmente partidista del todos los organismos del Estado, que quedan cubiertos por una densa capa de pegajoso chapapote que los ahoga y anula.
No hay límites para la ocupación sistemática de cualquier espacio al alcance de ciertos partidos autodenominados progresistas. Ese parece ser el objetivo de cualquier líder político actual y sus huestes. El Estado de Derecho empieza a parecer una pobre caricatura de lo que un día fue, o quiso ser.
La oligarquía seudodemocrática que controla el poder, asentada en una amalgama heterogénea de partidos políticos, sin el menor escrúpulo, extiende sus garras hacia todas las instituciones públicas. Fija su objetivo en el sometimiento de las instituciones básicas del Estado para ponerlas al servicio de sus intereses. Ya lo alertó el catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Lucas Verdú: “Estamos ante el asalto partidista al Estado, que conduce a una colonización por los partidos del Estado”. En palabras de Miguel Sánchez Morón, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Alcalá de Henares, “Su voluntad de controlar en lo posible las demás instituciones que tienen precisamente por finalidad el control del Gobierno y de las mayorías parlamentarias: el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial –y a través de él determinados nombramientos judiciales– los Tribunales de Cuentas, los órganos superiores consultivos…”.
Partidos políticos dominadores del Estado que, de esta forma, han conformado una oligarquía seudodemocrática de dudosa legitimidad democrática.
En España, por lo visto, las cosas ya no están simplemente bien o mal, no hay referente ético en el que buscar refugio, no hay árbitro neutral al que acudir para dirimir nuestras cuitas. A tenor de lo que locutores de radio y televisión explican, el derecho importa una higa y las leyes se leen a conveniencia del dominante. Desengáñese, si acude a un tribunal en busca de justicia, ganará o perderá el pleito no por tener o no razón, sino en función del número de hooligans que reúna en apoyo de su causa o lo perderá si el contrario hace lo propio.
¡Bendita Constitución Española! En la que todo cabe y nada le resulta extraño. Carta magna flexible que ora impide la amnistía, ora la bendice. Ley fundamental sin fundamento. Norma suprema invocada por políticos desbocados que galopan en pos de un minuto más en el poder. Código principal sobre el que se cimentan leyes, derechos y libertades mutado en balsa a la deriva. Libro sagrado sobre el que juran o prometen, con los dedos cruzados en la espalda, los que simulan ponerse al servicio de la sociedad española pero que, al parecer, planean traicionarla nada más doblar la esquina.
El PSOE del “no es no”, en un documento titulado “los compromisos del Sí”, entre otras muchas cosas propone: “Reforma inmediata del sistema de nombramientos para los órganos constitucionales y los organismos reguladores que evite su condicionamiento por los partidos y garantice su independencia.”
Siete años después, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Es hora de hacer partícipes a los ciudadanos de las decisiones políticas y convocar elecciones. Votemos.
Javier López-Escobar