Segovia está en un momento histórico. No por su gestión municipal ejemplar ni por la resolución de los problemas que arrastra la ciudad, sino porque pronto tendremos una bandera de proporciones épicas ondeando en la rotonda de La Pista. Un símbolo que, según nos dicen, nos hará sentir más orgullosos de ser segovianos. Como si el orgullo se midiera en metros de mástil y en metros cuadrados de tela. A la bandera se le sumarán unas luces de Navidad que recuerdan más al pórtico de la Feria de Abril que a la sobriedad castellana, con espectáculo incluido, como si Segovia se hubiera transformado de repente en un parque temático dispuesto a entretener a los vecinos para que olviden lo que pasa en el Ayuntamiento. Y para completar la función, regresamos al siglo XV: caballos, pendones y recreaciones de Isabel la Católica, como si la ciudad entera pudiera encontrar su futuro en un decorado medieval con orcos monstruosos incluidos.
Es tentador quedarse con la postal. Una ciudad de cuento, iluminada y engalanada, que se ofrece a los turistas como escenario. Pero la realidad, tras el telón, es mucho menos idílica. Porque mientras se invierten miles de euros en banderas, focos y disfraces, lo que de verdad debería preocuparnos avanza sin rumbo y sin explicaciones.
El mayor ejemplo está en el caso de Rosalía Serrano, primera teniente de alcalde y concejala de Hacienda. Durante más de un año, Serrano ocultó que participaba en varias empresas inmobiliarias, pese a tener dedicación exclusiva en el Ayuntamiento. No hablamos de un despiste administrativo, sino de un incumplimiento grave de transparencia y de compatibilidad. La oposición exigió su dimisión inmediata y la creación de una comisión de investigación. Pero, lejos de actuar con contundencia, el alcalde prefirió mirar hacia otro lado, relativizar el escándalo y mantener en su cargo a su mano derecha. El mensaje a la ciudadanía fue claro: los códigos éticos se pueden doblar si quien los incumple forma parte del círculo de confianza.
A este episodio se añade el esperpento del pleno de las ordenanzas fiscales. Un debate agrio, con gritos del público, acusaciones cruzadas y un resultado final demoledor: la propuesta del equipo de gobierno fue rechazada. La ciudad sigue, por tanto, sin ordenanzas aprobadas y con un alcalde que se enroca en el relato de que “la oposición bloquea” cuando la realidad es que no hubo diálogo ni capacidad de acuerdo. Porque negociar no es imponer y luego lamentarse cuando la imposición fracasa.
Y mientras tanto, los proyectos de ciudad se retrasan, se atascan o directamente se pierden. El mercado de La Albuera continúa sin resolverse, la Plaza de Guevara se queda sin proyecto y se alerta de que peligra la financiación de fondos europeos. La lista de actuaciones pendientes crece a la misma velocidad que la agenda de actos simbólicos. Es como si el Ayuntamiento corriera detrás de las fechas de Bruselas con la misma pereza con la que se corre detrás de un tren a punto de salir, sabiendo que al final se quedará en tierra.
En medio de este panorama, el alcalde mantiene una actitud que lo dice todo. Distante, altivo, más pendiente de las fotos que de las explicaciones, responde a los problemas con excusas o directamente con silencio. Cuando se trata de banderas, luminarias o recreaciones históricas, siempre hay dinero, siempre hay voluntad, siempre hay rapidez. Cuando se trata de dar explicaciones, asumir responsabilidades o sacar adelante proyectos, la respuesta es la demora, el gesto de indiferencia o el reproche al adversario político.
Esa manera de gobernar convierte la política en un escenario de cartón piedra. Los vecinos pueden entretenerse un rato con luces de colores, con un desfile medieval o con una bandera monumental. Pero tras el atrezzo queda la Segovia real: la de los barrios con necesidades sin atender, la de los proyectos europeos que se esfuman, la de los plenos crispados, la de los escándalos que no se resuelven. Y lo más grave: una brecha cada vez más visible entre la ciudad y quien debería liderarla.
Segovia no necesita que la maquillen con banderas de treinta y ocho metros ni con portales de feria disfrazados de Navidad. No necesita que la entretengan con coronas ni trajes de época. Lo que necesita es transparencia, gestión eficaz y un gobierno que ponga las prioridades donde de verdad están los problemas. Porque los símbolos y los escenarios se acaban apagando; lo que permanece es la certeza de que, cuando más hacía falta, el alcalde eligió el espectáculo antes que mejorar la vida de sus vecinos.
Clara Martín
