Odio vocacional

Suena el despertador a las seis y media de la mañana, Arturo se revuelve entre las sábanas y alarga el brazo para sofocar el soniquete del reloj, mientras se incorpora. Enciende la luz y sentado en la cama busca las zapatillas, hora de ir al baño. Tras el aseo, en la cocina prepara café y, con un poco de leche y unas galletas, calma su estómago. Vuelve al dormitorio, busca muda limpia y se viste. Mira por la ventana, aún no ha amanecido, pero el día parece bueno, y así se lo dice a su mujer, Nieves, que hace algún rato que se afana en sus cosas, antes de despertar a los dos hijos de la pareja, Laura y Jorge, y prepararlos para el colegio, porque ella entra a trabajar más tarde que él. Se despiden con un beso y él coge una cazadora, se echa las llaves al bolsillo y baja de dos en dos las escaleras el busca de la calle, con la idea de alcanzar el autobús que le transportará hasta la esquina del almacén donde trabaja.

Arturo García y Nieves Rodríguez llevan casados casi quince años y, con los apuros y vicisitudes propios de cualquier familia, han ido saliendo adelante y se consideran felices. Miran al futuro con esperanza.

Otro despertador, a la misma hora, ha avivado a Arthur quien, aun sin distinguir el sueño de la realidad, pugna en la oscuridad por encontrar el botón que interrumpa el timbre y el interruptor de la lamparita de su mesilla de noche. Neus, su pareja, ya se ha levantado y le espera en la cocina para desayunar juntos. Hoy le toca a él hacerse cargo de sus dos hijos, Jordi y Llura. Enciende la luz del dormitorio de Llura, la despierta con un beso, y los dos entran en la habitación de Jordi, que protesta al sentir la luz en los ojos y las voces de su hermana llamándole a levantarse. Se asean, se visten, desayunan juntos y, tras asegurarse de que tienen todo lo necesario, salen de casa, bajan deprisa a la calle al encuentro del frescor matinal y las primeras luces de la mañana, y se dirigen al colegio.

Arthur Martí y Neus Vila se casaron hace 10 años y, con los apuros y vicisitudes propias de cualquier familia, han ido saliendo adelante y se consideran felices. Miran al futuro con esperanza.

Los García Rodríguez son vecinos de los Martí Vila, se conocen desde que alquilaron sus apartamentos en un bloque de una urbanización nueva, en el extrarradio de Múnich, ciudad a la que hace algunos años el destino llevó a ambas familias en busca de trabajo. Suelen verse a menudo y, aunque sus hijos no son exactamente de la misma edad, comparten ocio y hacen planes comunes los fines de semana. Al menos una vez al mes se reúnen con otros compatriotas para hablar de cuánto extrañan las cosas que dejaron atrás, y compartir algunas de las viandas que cualquiera de ellos ha traído de casa en su último viaje.

En verano cada familia suele volver a su pueblo. Los García Rodríguez proceden de un municipio costero de Málaga y los Martí Vila de una villa litoral, muy cerca de Tarragona. A todos ellos les gustaría, algún día, regresar definitivamente al lugar del que partieron en busca de una vida mejor.

Mientras todo esto sucede, en otro hogar, el de los Martínez Serra, Manel y Paloma se levantan cada mañana, cerca del lugar que los vio nacer, rodeados de la parentela y los amigos que los han acompañado desde niños. Se ganan bien la vida en sus quehaceres, y van saliendo adelante sin más apuros o vicisitudes que las propias de cualquier morada, han ido progresando sin tropiezos, pero no son felices. Miran al futuro con desesperanza.

Les falta algo fundamental, tan necesario como el aire que respiramos, tan esencial como el agua que bebemos. A pesar de disponer de todo lo que la mayoría considera preciso, de no haber tenido que salir de su pueblo, de su barrio o de su ciudad, para encontrar los medios con los que fundar una familia, de haber encontrado al amor de su vida con el que compartir el resto de su existencia, de poder alimentar y educar a su prole, no están satisfechos.

Algo les reconcome y les oprime, nada les consuela, el dulce beso de despedida de cada mañana se transforma en regusto amargo. Ver partir alegres a sus hijos hacia la escuela les llena de tristeza. La seguridad de disponer de un trabajo y un salario dignos les inquieta. Tener amigos no les colma y desconfían de los desconocidos. Encontrar cada jornada el desayuno, la comida y la cena en la mesa, no les alimenta. Haber atesorado unos ahorrillos con los que tener un colchón no les tranquiliza. Ir de vacaciones no les ilusiona. Gozar de buena salud…, les deprime. La ansiedad les atormenta y su alma se encoge abatida por la congoja.

¡Qué diferentes serían sus vidas si alcanzaran sus anhelos! ¡Cuán distintos serían sus días si lograran llenar el vacío que abruma su existencia! Arden en deseos de poder decir que son felices, pero no es posible, no mientras que, además de tener todo lo necesario, de ser libres en un país libre, de poder elegir la educación de sus hijos, de poder viajar sin fronteras por toda Europa, de recibir a los Martí Vila en el pueblo, cuando vienen en vacaciones y les cuentan lo bien que están allí y qué buena gente conocen…, no se declare, por el simple hecho de ocuparlo, la independencia del territorio que les rodea y así, más pura la luna brillará y se respirará mejor. Sufren esperando el aura que vaga llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando el día en que proclamaran la independencia.

¿Dónde va a parar? ¿Quién puede dudar de que, si la comarca que uno considera propia es independiente, aún sin distinguir el sueño de la realidad, mientras se pugna por encontrar el botón del reloj que interrumpa el timbre, se levanta uno mucho más feliz? ¿Cómo se puede siquiera aspirar el oxígeno que nos da la vida, si ésta no transcurre en un espacio limitado bajo una bandera y un himno, exclusivos del terreno que creemos nuestro? ¿No es cierto, Paloma mía, que entonces sí estaremos respirando amor?

Los Martí Vila han tomado un avión de vuelta, esa noche han quedado a cenar con los García Rodríguez en su casa, siempre lo hacen así los unos con los otros, para que no tengan que preocuparse de nada al volver de sus asuetos. Ya harán la compra y se pondrán al día mañana. Durante el vuelo, de poco más de una hora, casi no se han dirigido la palabra, van cabizbajos y meditabundos, pensando en cómo les explicarán estas cosas a sus amigos…

Hay que entender a los Martínez Serra, es imposible levantarte feliz cada mañana cuando el odio es vocacional.

Notas: Los nombre y apellidos que aparecen en este relato son ficticios, cualquier parecido con personas reales es pura coincidencia. Si Ud. ha creído reconocer a alguien, desengáñese, no conoce, ni remotamente, a nadie así. Los lugares mencionados son imaginarios, se emplean nombres reales como recurso literario. Para darle al escrito un tono culto y hacerle creer que soy un tipo leído, tomo prestados los famosos versos del Don Juan Tenorio, del inmortal D. José Zorrilla.

Javier López-Escobar

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