Empecé a escribir este artículo citando al psicólogo y sociólogo británico, de origen judeopolaco, Henri Tajfel, célebre por desarrollar la “teoría de la identidad social”. También me documenté sobre el papel de su alumno, John Turner, en esta controvertida propuesta. Indagué sobre la vida de Tajfel y sobre cómo la segunda guerra mundial y el horror nazi fueron determinantes en su pensamiento.
Mientras iba poniendo negro sobre blanco la idea que pretendía transmitir hoy, reparé en una entrevista para la BBC al historiador y escritor israelí, Yuval Hoah Harrari, también de origen judeopolaco, en la que ofrecía un interesantísimo punto de vista sobre el actual conflicto en Oriente Medio y, por extensión, sobre todos los conflictos de la humanidad.
Conforme avanzaba hacia el punto final de mi escrito, reparé en la innecesaria profusión de citas que había usado, que lejos de aclarar las ideas, parecían ser tan solo una capa de aparente erudición, inútil si la idea es clara e innecesaria para que se entienda el argumento.
Me di cuenta de que le estaba faltando al respeto, mostrándome como conocedor de asuntos cuya profundidad se me escapa y cuya superficie apenas he arañado rebuscando en la documentación. No se necesitan los alardes de conocimiento para demostrar algo que sabe el común de los mortales, sea por estudios o por sentido común, como también resulta completamente inútil ante quien no está dispuesto a admitir argumento alguno. Así que iré al grano, robando una única cita de Tajfel, porque yo no lo habría escrito mejor: ‹‹somos lo que somos porque ellos no son lo que somos››
Izquierda, derecha, demócrata, republicano, progresista, ultra esto, ultra aquello, árabe, judío, cristiano, azul, rojo o morado, no son más que etiquetas exteriores del cercado en el que cada uno se sitúa y del que no se quiere, o no se puede, salir. El que se mueve no sale en la foto. Ya no hay principios que inspiren la afiliación a un colectivo u objetivos que unan a sus miembros en torno a un proyecto común, la simple pertenencia les identifica y les basta. Hemos renunciado a pensar y dejamos que otros se encarguen de eso. Nuestro único papel se reduce a parapetarnos tras las almenas de un muro desde el que arrojamos piedras al que se acerque.
De la identidad propia al desprecio del otro hay un paso, del desprecio al odio una pisada y del odio a la violencia apenas una huella más. Ya no se lucha por la vida, ni por el terreno, ni por los recursos o por el alimento, se pelea porque nosotros no somos ellos.
Llegar a las armas es el resultado de la exacerbación de la identidad tras un largo camino alimentándola. Antes de escalar hacia la confrontación violenta se camina por otras etapas y este fenómeno se observa claramente en la escena política española y, si elevamos un poco la mirada, probablemente también la del resto del mundo, Elección tras elección, los bloques se consolidan y del seno de cada uno ya sólo surgen voces que afean al contrario cualquier asunto, sin importar si bajo nuestra bandera pecamos de lo mismo.
Comparecencia tras comparecencia, tras los consejos de gobierno, en las intervenciones parlamentarias, en las ruedas de prensa, tertulias, debates o entrevistas en los medios, tan solo se escucha al protagonista arrojar improperios al rival, en una alocada competición a ver quien es el peor educado o el que hace más sangre.
Las permanentes referencias al fango en boca del presidente del gobierno se glosan desde las portavocías de su grupo transmutadas en un interminable rosario de alusiones ad hominem contra el líder de la oposición, sin que se les cambie el gesto, ni manifiesten el menor síntoma de contrariedad o vergüenza. En una reciente comparecencia en el Congreso sobre la “financiación singular” de Cataluña, la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, dedicó 32 minutos al ataque frontal al PP y tan sólo 5 a decir vaguedades sobre algo que en el fondo parecía no importarle.
Sí, lo sé, se me ve el plumero, también pertenezco a un grupo concreto y me identifico hasta cierto punto con él y sus miembros, por lo que admitiré que Ud., que me lee pacientemente, proponga cualquier ejemplo contrario, seguro que hay muchos, porque de eso se trata, de que seamos conscientes de este es un proceso que nos afecta a todos.
El camino del odio conduce al fondo del abismo. Rompamos la baraja o terminaremos a garrotazos, inmovilizados uno frente a otro con las piernas enterradas en el barro, como en el cuadro de Goya.
La buena noticia es que, por mucho nos cueste cambiar de idea, es algo que cada uno es capaz de hacer. Aunque no podamos enmendar lo que piensa el prójimo, no hay obstáculos para cambiar un poco nuestra propia mente acercándonos a él. Debemos reflexionar sobre si deseamos lo mejor para todos o si sólo aspiramos a que los ‹‹no son lo que somos›› desaparezcan sin más de la faz de la Tierra. Está en nuestra mano. ¿Cómo lo ve?
Javier López-Escobar