Mi padre era un lector impenitente, devoraba páginas sin parar, sin preferencia por temas o autores. Desde que tengo memoria le vi acumular libros por toda la casa; en los altillos de los armarios roperos se apretaban los más variados ejemplares en un orden desordenado que sólo él conocía, tal vez porque su cerebro albergaba una memoria prodigiosa que, por desgracia, no he heredado, y que le permitía saber dónde estaba cada cosa en aquella biblioteca abigarrada y dispersa a partes iguales.
De crío, esa biblioteca despertaba mi curiosidad y frecuentemente rebuscaba entre cientos de textos encuadernados en rústica hasta encontrar algún título sugerente, como el Kama-Sutra, que con ojos de niño traté de desentrañar en busca de una información que me sacara del bucle en el que los diccionarios de entonces nos metían, buscando una definición de sexo y que, tras ojear el libro, seguía sin entender.
De su biblioteca pude rescatar algunas cosas, como unos pequeños libros con ilustraciones y títulos seductores que siempre atrajeron mi atención, los de la colección Araluce. Mi padre, el mayor de 11 hermanos, los mantuvo como un tesoro fuera de las manos del resto de la prole de mis abuelos.
Eran unos libros pequeños, con ilustraciones primorosas en la portada y que prometían poner “las obras maestras al alcance de los niños”, y que supusieron mi primer contacto, y en no pocos casos último, con algunos nombres como Shakespeare, Cervantes, Tirso de Molina, Schiller o La Fontaine, por citar algunos, en versión cuidadosamente adaptada para infantes.
Entre los ejemplares rescatados figuraban algunos que me fascinaron desde la primera página, como las obras completas de G. K. Chesterton, en una edición semilujosa de 5 tomos en papel biblia, que ocupaban un lugar privilegiado en la alacena del comedor, junto a una enciclopedia, una Biblia y un Corán lujosamente encuadernados.
Dado que en mi casa también teníamos las obras completas de Agatha Christie, que había leído con gran afición, me decanté por iniciar la lectura de Chesterton con las novelas del Padre Brown y muy pronto me enganché a la prosa inteligente, tan racional como en ocasiones absurda y cargada de fino humor del autor británico. Páginas llenas de sorprendentes giros, situaciones asombrosas y personajes pintorescos, cargadas de detalles delirantes y, al mismo tiempo, de aplastante sentido común.
Le siguieron “El club de los negocios raros”, “El hombre que sabía demasiado” o “El hombre que fue Jueves”, novelas que rompieron mis esquemas y me animaron a continuar devorando las páginas de esos 5 tomos que ahora me miran desde la estantería que tengo junto a mí, animándome a releer de nuevo las surrealistas y originales aventuras de Gabriel Syme, nombre en clave “Jueves”, en su tarea de infiltrarse en el anarquismo londinense…
Pasar de ahí a sus ensayos ya era tarea fácil. El placer de dejarse llevar por el duelo eterno descrito en “En La esfera y la cruz”, en el que un católico y un ateo llegan a los más extravagantes, increíbles e incluso cómicos extremos para intentar batirse en un duelo a espada sin conseguirlo, mientras contraargumentan sobre la fe y la vida, y van forjando una amistad basada precisamente en sus diferencias, es algo difícilmente descriptible y que merece ser releído una y otra vez.
Para mi desgracia no he leído tanto como mi padre, ni mucho menos como para comprender que escribir no es lo mismo que leer, y que el que a uno le guste lo que otros escriben no hace que a otros les guste lo que uno escribe. Pero ¡Qué demonios! Si a alguien no le gusta lo que lee, con dejarlo basta. Hasta mi padre abandonó cierta novela del incuestionable y gran autor Arturo Pérez Reverte, porque al llegar a cierta página, más allá de la doscientos, se dio cuenta de que estaba leyendo exactamente lo mismo que había leído al principio. Trató de devolver la novela en la librería en la que la había adquirido, pensando que era un error de imprenta, y le explicaron que no, que era así, por lo que optó por dejarlo ahí y dar la lectura por concluida.
¿Y por qué les cuento todas estas cosas? Pues porque mi amigo Javier Segovia me ha pedido que le mande de vez en cuando un artículo de opinión e inmediatamente me vino a la cabeza mi admirado Chesterton cuando afirmaba que “La intolerancia puede definirse a grandes rasgos como la ira de los hombres que no tienen opiniones”, y como me tengo por tolerante y no quiero caer en la ira, de vez en cuando me dejaré caer por aquí para dar mi opinión sobre cualquier cosa.
No espero que nadie esté completamente de acuerdo conmigo ni que de ningún modo deba aprobar todo lo que digo, sólo que me trate con respeto. A cambio, yo intentaré tratar con respeto a las personas sobre las que eventualmente pueda opinar, me parezcan lo que me parezcan sus opiniones que, para eso, como para las mías, no hay veda.
Si acaso me gustaría que, como los duelistas de “la Esfera y la Cruz”, forjáramos algún tipo de amistad aún fundada en nuestras diferencias que, aunque en el ambiente actual, donde “polarización” ha sido elegida palabra del año 2023 por la FundéuRAE, pueda parecer difícil, no es imposible.
Javier López-Escobar
Felicitaciones por el paso dado. Desde cualquier ámbito del pensamiento y de la independencia se puede infundir conocimiento. Ánimo a que sea así tu aportación.
muchas gracias observador 🙂
Amigo Javier, desconozco como escribía tu padre, pero puedo afirmar que tu prosa me gusta lo suficiente como para animarte a que nos regales con tus artículos con asiduidad. Un fuerte abrazo
Gracias amigo. Lo cierto es que muchas veces intenté animar a mi padre a que escribiera, pero nunca me dio el gusto. De haberlo hecho seguro que me daría sopas con honda 😉
Yo yo yo yo, y mi padre
Deduzco que no le ha gustado que para presentarme hable de mí, aunque le agradezco que haya leído el artículo. Le anuncio que en el siguiente sigo hablando de mi y menciono a mi madre, por si se lo quiere ahorrar y esperar al siguiente, que, aunque también menciono a una tía mía y a mi abuela, irá fundamentalmente sobre Gaza. 😊