La entrada principal de la iglesia de la Caridad, que forma parte del Hospital de la Santa Caridad, en el sevillano barrio del Arenal, está flanqueada por sendas pinturas de Juan de Valdés Leal. En ellas pueden leerse los Lemas: Finis Gloriae Mundi («El fin de las glorias mundanas»), y In ictu oculi («En el parpadeo de un ojo»). Son pinturas que forman parte de los llamados jeroglíficos de las postrimerías, y que puede ver en “este enlace”. Ambos cuadros fueron encargo del fundador del hospital, el Venerable D. Miguel Mañara Vicentelo de Leca, conocido y acaudalado noble sevillano de origen corso.
La Sevilla del siglo XVII era poderosa, opulenta, colorista, llena de riquezas y monumentos, pero sufrió el azote de los desórdenes sociales de 1642, la peste de 1649, la sequía de 1682 o la inundación de 1683. Acudo a aquel tiempo para tomar algo de distancia, y así tratar de encontrar una mejor perspectiva desde la que poder observar el conjunto de la vida presente en España, que, a la vista de la actualidad, no es tan diferente de la que conocieron los hispalenses contemporáneos de Mañara.
Miguel Mañara vivió una juventud muy acomodada, gracias al considerable patrimonio de su familia; fue nombrado caballero de la Orden de Calatrava y su fortuna y fama fueron grandes. Como tantos “hijos de papá”, dedicó buena parte de su juventud y madurez a calaveradas de lo más variado, tal como confiesa en su testamento: «…los más de mis malogrados días ofendí a Dios… Serví a Babilonia y al demonio, su príncipe, con mil abominaciones, soberbias, adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios, cuyos pecados y maldades no tienen número…».
Tales fueron sus andanzas, que fueron objeto de leyendas populares, plasmadas por escritores como Tirso de Molina, Lord Byron o Espronceda, atribuyéndosele incluso la inspiración del personaje Don Juan, del laureado José Zorrilla, aunque esto se pone en duda.
A pesar de eso, resituó su vida y, tras la muerte de su esposa, ingresó en la Hermandad de la Caridad, de la que sería nombrado Hermano Mayor, cediendo todo su patrimonio al cuidado de los pobres y los enfermos caídos en desgracia por la peste.
La historia le recuerda con agradecimiento y le perdona sus andanzas. El 6 de julio de 1985, el Papa Juan Pablo II declaró sus virtudes en grado heroico, otorgándole el título de Venerable. La Hermandad sigue ocupada activamente en la continuación del proceso de beatificación. Invito al lector a profundizar en el conocimiento de este hombre, fallecido en 1679, con la lectura de su “Discurso de la verdad”.
Casi 4 siglos después de aquella peste que asoló Sevilla, desde que el 14 de marzo de 2020 el gobierno de España declarara el primer estado de alerta hasta hoy, aún estamos tratando de dejar atrás los devastadores efectos de la pandemia del COVID, que no solo se ha cobrado decenas de miles de vidas en España, sino que ha condicionado el futuro de muchos supervivientes.
El comportamiento ejemplar que la mayoría tuvo en ese periodo se está viendo más que empañado por el oportunismo de otros que, desde posiciones en las que hubieran podido ser de gran ayuda, prefirieron dedicar sus esfuerzos al enriquecimiento personal, con el mayor desprecio hacia su prójimo, y sin el menor escrúpulo en exhibir públicamente sus particulares “mil abominaciones, soberbias, adulterios, juramentos, escándalos y latrocinios”.
Estoy seguro de que su mente ya ha evocado algunos nombres propios o motes sonoros. Me jugaría mis posesiones en ultramar a que puede identificar con claridad a alguno de esos adúlteros y soberbios ladrones que, partiendo de la portería de un lupanar, alcanzaron fortuna, trapicheando en aquellos aciagos tiempos en que morían más de mil personas cada día. Pero permítame que yo no señale a nadie por ello. ¡Qué el olvido entierre sus actos en el tiempo que dura el parpadeo de un ojo, y la historia borre de nuestra memoria sus infelices glorias mundanas!
Déjeme volver al ejemplo del Venerable noble sevillano del siglo XVII, para recordar a quienes sí actuaron con generosidad, sacrificio y entrega, a quienes, en lugar de inflar las comisiones por mascarillas, se organizaban en batallones de costura para fabricarlas sin lucro, a quienes daban un paso adelante sin pensar en las consecuencias y en muchos casos, se dejaron la vida por salvar la de los demás.
En todas las crisis sanitarias son fundamentales los hospitales y la actuación del personal sanitario, sumados al trabajo de todas aquellas personas comprometidas con los cuidados, necesario para hacer frente a la enfermedad. Son millones los que hicieron las cosas bien, se cuentan por miles los actos de heroísmo anónimo que no ocuparán los titulares que sí acaparan los sinvergüenzas.
Sería imposible enumerar, en un artículo como este, los cientos de profesiones o tareas, desde las que millones de personas contribuyeron a la lucha contra la enfermedad. Todos conocemos a muchos, sabemos sus nombres y lo que hicieron. Esos sí merecen ocupar nuestra mente y nuestro corazón.
Sean para ellos nuestro recuerdo y homenaje.
Javier López-Escobar